miércoles, 22 de enero de 2014

CAPITULO 2






Paula alzó la vista vacilante hacia
Pablo... Pedro, que tenía el ceño
fruncido, volvió a bajarla para mirar el
anillo de diamantes en su dedo... y
volvió a vomitar en la taza del inodoro.

¡Se había casado con un extraño! 
¡Y se había acostado con él! Y lo único que
recordaba de su «noche de bodas» era el
peso de él sobre ella y su frustración
intentando desanudarle la corbata
mientras se desvestían el uno al otro.
Y allí estaba, de rodillas en el cuarto
de baño de una suite de hotel, echando
hasta la última papilla, con aquel
hombre de espectador. ¿Podía haber una
situación más humillante? Le había
dicho que la dejara sola, pero se había
quedado para asegurarse de que estaba
bien, como si sintiese que tenía que
interpretar el papel de buen marido.

Aquel pensamiento casi la habría
hecho reír si no fuera porque aquello no
tenía ni pizca de gracia, y porque no
podía dejar de vomitar.
—Ya no puede quedarte mucho dentro
—dijo él a sus espaldas.
—Yo diría que no queda nada —
gimió ella—; ahora solo he echado
líquido. Imagino que será la forma de
protestar de mi estómago.
—Bueno, desde luego está dejando
bien claro que está molesto.

Aquel toque de humor hizo que Paula
volviera a mirarlo. Era alto, y no porque
ella estuviera arrodillada en el suelo. 
estaba fuerte, como los músculos del
pecho, el abdomen, los hombros, los
brazos y las piernas bien definidos, pero
sin parecer un toro inflado, como un
culturista. En cualquier caso, estaba en
forma, de eso no había duda. Y encima
tenía esa clase de belleza clásica, de
nariz recta, pómulos elevados y, en
conjunto, unas facciones tan atractivas
que de pronto se encontró preguntándose
cuánto tiempo llevaba mirándolo...
arrodillada junto al inodoro en el que
había estado vomitando.

No, aquello difícilmente podría ser
más humillante. Pero daba igual. Aquel
tipo con su cara de Adonis no entraba en
sus planes. ¿Y qué si era guapo, o tenía
sentido del humor, o que se hubiese
casado con él?

El orgullo la hizo levantarse del
suelo, aunque con cierta torpeza porque
estaba deshidratada de tanto vomitar y
porque llevaba demasiado rato
arrodillada. Las piernas no le
respondían como debían, y sintió que las
rodillas le cedían antes de que dos
fuertes manos la agarrasen por debajo
de los brazos, sujetándola para que no
se cayese.
—Gracias —murmuró azorada
cuando hubo recobrado el equilibrio.
—No hay de qué —respondió él, y
tras una pausa añadió—: Supongo que
es una de las ventajas de tener un marido
cerca.

Ella asintió. Estaba exhausta y
abrumada por la situación, y aunque
tenían que hablar no se sentía preparada
para hablar de lo ocurrido la noche
anterior, de los tramites que tendrían que
hacer para conseguir la anulación de su
matrimonio.

Antes necesitaba darse una ducha,
enjuagarse la boca y lavarse los dientes.
Y cambiarse de ropa, pensó bajando la
vista a su camiseta.
Luego,por seguirle la  broma,
respondió:
—Sabía que había alguna razón por la
que me había casado.
La suave risa de él hizo que girara la
cabeza para mirarlo y, al ver la sonrisa
en sus labios, dejó de ser el extraño
junto al que se había despertado esa
mañana para transformarse en el hombre
con el que tenía el vago recuerdo de
haber compartido la cama la noche
anterior.

¡Ay, Dios...! ¡En menudo lío se había
metido! Lo único en lo que podía pensar
era en que tenía que conseguir, y cuanto
antes, salir de él.

CAPITULO 1






Obligado a escuchar las arcadas que
resonaban en el elegante cuarto de baño
con suelos y paredes de mármol, Pedro Alfonso 
maldijo en silencio a su conciencia.
Aunque se le estuviese revolviendo el
estómago y le doliese la cabeza, no
podía dejarla sola. Apartó la vista del
espejo, que reflejaba su rostro algo
amarillento, cerró el grifo, y escurrió la
toallita que había empapado.

—Eh, preciosa —llamó a la pobre
criatura que estaba de rodillas junto al
inodoro—. ¿Te encuentras un poco mejor?
La joven levantó la cabeza y bajo el
revuelto cabello rubio sus ojos lo
miraron antes de tomar la toallita
empapada que le estaba tendiendo.
—Pablo...
—Pedro—la corrigió él,
reprimiendo una sonrisa a pesar de lo
irritado que estaba consigo mismo.
Ella apenas tuvo tiempo de decir
«Necesitamos un abogado» antes de que
le sobreviniera una nueva arcada.
Una visita a un abogado no era la
mejor manera de empezar una luna de
miel, pero aquella tampoco era una
situación normal. 

Habían pasado varios minutos desde que 
el cálido cuerpo acurrucado en la cama junto a él
emitiera un gemido, no precisamente de
placer, y saliera corriendo al baño, pero
no acababa de encajar los borrosos
recuerdos de la noche anterior.
Sin embargo, a juzgar por el anillo en
su dedo y el anillo en el de ella, aquello
era una pesadilla hecha realidad.
—Cada cosa a su tiempo, nena.
Cuando te encuentres mejor ya nos
preocuparemos de eso.
Ella asintió antes de vomitar de
nuevo.
Dios... ¡menudo desastre!, pensó
Pedro masajeándose la nuca con la
mano mientras miraba a su «esposa» de
arriba abajo.
Doce horas atrás su sonrisa y la
frescura de su belleza lo habían
cautivado y, aunque en ese momento la
pobre estaba hecha un desastre,
acudieron a su mente recuerdos
fragmentados de la noche anterior. Una
chica normal y corriente que parecía
haber escogido esa noche para soltarse
el pelo; le había parecido que podrían
divertirse un poco.

Lo que no acababa de entender era
cómo había acabado echándosela al
hombro, con ella riéndose y diciéndole
que estaba loco, y la había llevado a una
de esas capillas por las que era famosa
Las Vegas, y se había casado con ella.
Había tomado unas cuantas copas de
más, sí, pero...

Paula se giró en ese momento, y
Pedro bajó la vista a la ceñida
camiseta fucsia que llevaba, la misma
que había llevado la noche anterior,
cuando se había chocado con ella.
Estampado en blanco y con letras bien
grandes la camiseta decía: 
QUIERO UN HIJO TUYO 
Eso era lo que había
llamado su atención.