miércoles, 5 de febrero de 2014

CAPITULO 42


Paula pasó al salón con paso torpe y
aturdido. Su mente era un torbellino de
pensamientos fragmentados y confusos.
Oyó a Pedro cerrar la puerta y soltar
las llaves en la mesita del vestíbulo.
Paula dejó su chal sobre el respaldo
del sofá y se quedó mirando las puertas
acristaladas a través de las cuales se
veía la playa, con el océano como un
manto negro bajo el cielo estrellado, y
deseó poder estar en cualquier otro
lugar en ese momento. En el reflejo de
las puertas vio a Pedro acercarse y
quedarse a un par de pasos detrás de
ella.
—Ya sé... —comenzó a decir. Se
frotó la cara con una mano—. Ya sé que
no estabas... preparada para eso.
Paula sacudió la cabeza. No, en lo
más mínimo.
—Me siento como una idiota —
admitió, pensando que al menos uno de
ellos debería ser sincero.
Pedro acortó la distancia entre ellos
y la rodeó con los brazos desde atrás,
atrayéndola hacia sí.
—Pues no tienes por qué. Todavía no
puedo creer que Carla... Dios,
Paula, tienes que entenderme: jamás
esperé que pudiera hacer algo así. Si lo
hubiera imaginado siquiera...
—¿Qué? —le espetó ella,
apartándose de él para girarse y mirarlo
a la cara—. ¿Te habrías molestado en
decirme la verdad, en contarme los
detalles que habías omitido para que al
menos estuviera preparada?
Las facciones de Pedro se
endurecieron.
—No te mentí.
—¡Por favor! ¿Trece días? ¿Y qué
hay de aquello que me dijiste de que
querías cosas distintas, de que te
diste cuenta de que no estaban hechos
el uno para el otro? Hiciste que
pareciera que ella perdió el interés en ti
cuando de hecho fue justo al contrario:
¡se había enamorado de ti!
—Yo no lo sabía. Maldita sea, ella
me dijo que...
—¡Olvida lo que te dijo, Pedro! Con
solo mirarla cualquiera podía ver lo que
sentía. Igual que, según parece, ocurre
conmigo. Ella desde luego lo supo con
solo mirarme.
Pedro sacudió la cabeza lentamente.
Paula, no...
—Relájate, Pedro. Me doy cuenta
cuando he cometido un error.
Paula...
Pedro se pasó una mano por el
cabello, lleno de frustración. ¿Qué podía
decir? De pronto recordó la expresión
de Paula esa noche en la limusina,
cuando había dicho que esa noche iba a
tener una reunión de trabajo. Había
sonreído, como tratando de mantener la
compostura, de parecer calmada, pero
había visto el dolor en sus ojos.
No era difícil enlazarlo con sus ojos
llorosos la noche en que se había
ofrecido a él, diciéndole que ya no
necesitaba más tiempo. Se había
enamorado de él. Eso precisamente era
lo que había pretendido evitar, esos
sentimentalismos que no hacían más que
complicar las cosas.
—Lo mío con Carla había
terminado antes incluso de que tú y yo
nos conociéramos.
—Sí, trece días antes.
—¿Y qué más habría dado si hubiesen
sido trece horas? —replicó él—.
Nuestro matrimonio fue un acuerdo entre
dos personas que buscaban lo mismo, no
hablamos de amor. En ningún momento
te he mentido ni te he ocultado nada que
fuera importante.
—No, es verdad, fui yo la que no fui
sincera.
—¿De qué diablos estás hablando? —
la increpó él irritado.
—No te preocupes, Pedro, la única
persona a la que engañé fue a mí misma.

Debería haberla dejado marchar, pero
cuando se dio la vuelta para salir del
salón no pudo contenerse y la retuvo,
asiéndola del brazo.
—Esto no cambia nada, Paula. Las
razones por las que apostamos por este
matrimonio siguen siendo válidas.
Paula bajó la vista a la mano en su
brazo antes de volver a mirarlo a los
ojos y espetarle:
—¿Te has parado a pensar, Pedro,
en que con tu obsesión por demostrarme
que nuestro matrimonio podría
funcionar, no te has planteado siquiera
las razones por las que podría no
funcionar?
—No —contestó él con una
brusquedad que no pretendía—. Paula,
sé que estás enfadada —le dijo en un
tono más conciliador—. Dolida.
Abochornada. Lo entiendo. Pero eres
demasiado lista como para dejar que una
noche dicte tu futuro.
—Tienes razón. Jamás dejaría que un
momento de bochorno echase a perder
algo auténtico. Pero no estamos
hablando de un solo momento, ni
estamos hablando de algo auténtico.
Pedro se puso tenso y dio un paso
atrás.
—Dilo. Di lo que tengas que decir.
Solo entonces podría
contraargumentar para que se diese
cuenta de que estaba equivocada. 
No iba a dejar que aquello se desmoronase.

CAPITULO 41




La voz de Carla adquirió un tono
áspero que no le había oído nunca, y eso
atrajo aún más la atención de quienes
los rodeaban.
—¿Cómo has podido hacerme esto?
—No fue mi intención hacerte daño
—se disculpó Pedro con sinceridad,
mirándola a los ojos—. Nuestra relación
terminó y tú te marchaste, volviste al
este y...
—Porque quería algo más de ti.
Quería que te dieras cuenta de lo que
teníamos, de lo que ibas a perder
dejándome marchar. Te he estado
esperando... —la voz de Carla se
quebró, y los ojos se le llenaron de
lágrimas.
—Dijiste que querías algo que no
había en nuestra relación, nunca me diste
a entender que...
—Creí que te darías cuenta sin que
tuviera que decirte nada. Creía que, si te
daba tiempo, comprenderías por qué
quería algo más que un matrimonio de
conveniencia. Pensaba que irías a
buscarme.
Aquello no podía estar pasando. Carla
no podía estar en medio de aquel salón
lleno de gente con las lágrimas
corriéndole por las mejillas. La misma
Carla a la que nunca había visto perder
la compostura, o alzar la voz, que
siempre le había recordado a una
figurilla de porcelana de rostro
inescrutable.
No quería causarle dolor, nunca lo
había querido.
—Carla, cuando conocí a Paula...
—¿Te enamoraste de ella? —lo cortó
ella acusadora—. No, supongo que no
—se respondió a sí misma sin darle
tiempo a contestar—. Supongo que no es
más que otra chica con las cualidades
adecuadas, que cayó en tus redes solo
trece días después de que me
propusieras ir a Bali de luna de miel.
Demasiado conveniente como para
dejarlo pasar; seguro que te pareció una
oportunidad que no podías
desaprovechar —añadió—. Sabía que
eras frío, Pedro, pero incluso viniendo
de alguien como tú esto es despreciable.
¿Lo sabe ella? No, me imagino que no,
teniendo en cuenta la prisa que te diste
en casarte con ella. Pero no tardará
mucho en ver más allá de tu sonrisa y de
tu encanto personal, de tus atenciones...
No tardará en darse cuenta de que eres
capaz de dar y retirar tu afecto con la
facilidad con que se acciona un
interruptor, que te alejarás sin mirar
atrás. O quizá no le importe, quizá lo
único que haya visto en ti sea un
envoltorio atractivo y el tamaño de tu
chequera.

La ira de Pedro se mezcló con el
sentimiento de culpa. Sabía que le había
hecho daño a Carla, y lo sentía. Si
los dardos que estaba lanzando fueran
dirigidos solo a él, no le habría
molestado, pero que se metiera con
Paula...
—Carla... —le advirtió bajando la voz
e inclinándose hacia ella—. No hagas
esto; la gente está mirándonos.
Ella miró a su alrededor, se irguió y
volvió a mirar a Pedro con un brillo de
amarga satisfacción en los ojos.
—Sí, nos están mirando.
Y entonces, de repente, Pedro lo
supo. Apartó la vista de Carla y vio que
Paula estaba a un par de metros
escasos, mirándolos paralizada.
Paula... —le dijo dando un paso
hacia ella—. Vamos a por nuestros
abrigos.
Siguió avanzando, pero Carla,
detrás de él, no había acabado todavía.
Levantando la voz por encima de los
murmullos de la gente, le dijo:
—Iba a darle a tu esposa el consejo
que desearía que alguien me hubiese
dado a mí: que no se enamore de ti. Pero
a juzgar por su cara parece que ya es
demasiado tarde.
Pedro se paró en seco y se volvió.
—Ya basta, Carla.
Cuando se giró de nuevo hacia
Paula, vio que había abierto la boca,
como para decir algo, pero al cabo de
un instante sacudió la cabeza y esbozó
una sonrisa de impotencia.
Pedro le puso una mano en la
espalda y la atrajo hacia sí para
protegerla de las miradas curiosas.
—Vamos, hablaremos de esto en casa
—le dijo.

CAPITULO 40




Giró de nuevo la cabeza hacia la
ventanilla, parpadeando para contener
las lágrimas que habían acudido a sus
ojos. Todo iba a salir bien, se dijo,
estaba segura. Ya se sentía un poco
mejor.
Momentos después la limusina se
detenía frente al hotel donde se
celebraba la fiesta a la que iban. 
Pedro dejó a un lado los documentos y le dijo
a su interlocutor:
—Ya hemos llegado, así que el resto
tendrá que esperar. Si te parece,
podríamos reunirnos esta noche para
hablarlo... Sí, aunque acabemos de
madrugada; es importante.
Le lanzó una mirada a Paula, para
ver como se tomaría que fuese a tener
una reunión de trabajo a esas horas
intempestivas.
Ella esbozó una sonrisa comprensiva,
sacó de su bolso de mano un espejito y
se puso a comprobar su aspecto como si
no le molestase en absoluto.
Pedro, que se había quedado
mirándola, carraspeó y dijo por el
móvil:
—Sí, perdona, sigo aquí. De acuerdo,
pues quedamos esta noche entonces.
Hasta luego.
Paula volvió a guardar el espejito y
le sonrió de nuevo, ignorando su ceño
fruncido y sus ojos entornados. ¿Tal vez
estaba notando algo distinto en ella?
Tenía que ser eso. Y lo que
demostraba era que no se había
equivocado respecto a esa conexión que
había entre ambos. Los dos intuían
cuando al otro le pasaba algo. Sí, todo
iba a salir bien, se repitió una vez más.
Cuando la limusina se detuvo, el
conductor les abrió la puerta. Pedro se
bajó y le tendió una mano para ayudarla.
—¿Lista? —le preguntó.
Paula, sintiendo que volvía a tener
confianza en sí misma, contestó con
firmeza:
—Lista.


Paula era perfecta. Pedro no dejaba
de maravillarse de hasta qué punto
Paula encajaba en su vida. A los cinco
minutos de su llegada ya tenía a toda la
mesa comiendo de su mano. Nadie
escapaba al hechizo de su sonrisa y su
facilidad para conversar sobre cualquier
tema. Era asombrosa.
Le había preocupado haberlo echado
todo a perder al dejar que las emociones
se desbordaran, y había temido que no
hubiese vuelta atrás pero, tras unos días
de convivencia más ajustada a como se
suponía que debería haber sido desde el
principio, parecía que Paula había
comprendido. Esa noche, en la limusina,
lo había visto en sus ojos.
Se había sentido sorprendido, pero
también inmensamente aliviado porque
no quería renunciar a ella. No quería
perderla. Ahora lo que hacía falta era
que mantuviese la cabeza fría para no
estropearlo.
Después de la cena habían pasado a
uno de los salones de baile, donde
algunos invitados bailaban y otros
charlaban con una copa en la mano.
El grupo en el que había dejado a
Paula estalló de pronto en risas, y la de
ella, más dulce y musical, destacaba por
encima del resto. Dios, era preciosa.
—De modo que es cierto.
Pedro giró la cabeza al oír aquella
voz femenina tan familiar. A pesar de la
acusación velada que contenían las
palabras, por el tono, deliberadamente
educado, cualquiera habría creído que le
estaba preguntando por la salud de una
anciana tía abuela.
¡Carla! Habría querido girar la cabeza
para ver si Paula podía verlos desde
donde estaba, pero se contuvo. En
cualquier caso, llamaría menos su
atención si simplemente tenía una
conversación educada con Carla y luego
iba a recoger a Paula y la sacaba de
allí. Eso era lo que iba a hacer.
Paula sabía que antes de conocerla
había estado comprometido con Carla y
sabía que su ruptura había sido reciente,
pero no conocía los detalles. O más bien
no los recordaba, porque se los había
contado la noche en que se habían
casado en Las Vegas. Había tenido
intención de volver a explicárselo, pero
había estado esforzándose tanto para que
le diera una oportunidad que no había
querido echarlo todo a perder con algo
que ya era agua pasada. Además, no le
había parecido que hubiera ninguna
prisa por hablar de ello. Claro que eso
había sido porque no había esperado
que fuera a toparse de improviso con
Carla. Pero allí estaba, a un par de pasos
de él, mirándolo con una sonrisa
ensayada en los labios que no dejaba
entrever lo que en realidad debía de
estar pensando en ese momento.
—Carla... No sabía que habías vuelto
a San Diego. ¿Cómo estás?
—¿Que cómo estoy, Pedro? —
repitió ella en un tono frío, sin perder la
sonrisa—. Quizá debería decirte mejor
cómo me siento: humillada.
Pedro sintió una punzada de
culpabilidad. Debería haberla llamado,
debería haberle dado él la noticia de
que se había casado.
—Pues no deberías sentirte así —le
dijo, y para intentar quitarle hierro al
asunto, añadió—: Vamos, todo el mundo
sabe que fuiste tú quien me dejaste.
Fuiste tú quien rompió nuestra relación
y...
—Nuestro compromiso. Ibas a casarte
conmigo.
Pedro empezaba a notarse los
hombros y la espalda agarrotados por la
tensión.
—Es verdad, nuestro compromiso —
concedió unánime.
A pesar de que no habían subido la
voz, sabía que acabarían atrayendo las
miradas de las personas que tenían más
cerca. Al girar la cabeza, vio aliviado
que Paula se había unido a otro grupo
de personas que estaba un poco más
alejado.
Acabaría cuanto antes con aquella
conversación y se marcharían. Con Carla
de vuelta en la ciudad tenía que
contárselo todo cuanto antes.
Seguramente no le haría gracia saber el
poco tiempo que había pasado entre su
ruptura con Carla y su boda con ella en
Las Vegas, pero la primera noche lo
había comprendido. 
Tenía que confiar en que cuando 
se lo explicase de nuevo también lo entendería.

CAPITULO 39



Cuando se hubieron sentado en el sofá
él abrió la carpeta y sacó unos cuantos
folletos de viajes.
—Vaya, veo que tienes unas cuantas
ideas —observó Paula divertida.
Sin embargo, cuando vio las portadas
de los folletos frunció el ceño: Zúrich,
Múnich, Taiwán... El estómago le dio un
vuelco al darse cuenta de lo que
implicaban esos lugares.
—No eres muy de playa, ¿eh? —
comentó aturdida.
Pedro se encogió de hombros.
—La playa me gusta, pero he pensado
que tiene más sentido matar dos pájaros
de un tiro.
¿Matar dos pájaros...? Paula volvió
a bajar la vista a los folletos.
—Tengo que ir a estas ciudades por
trabajo el mes que viene —le explicó él
—. Eh... —añadió acariciándole el
hombro al verle la cara—, ya sé que
hablamos de convertir nuestra luna de
miel en una especie de fantasía
romántica, pero después de la reunión
que tuve ayer me he dado cuenta de que
tengo que bajar de las nubes y volver a
la realidad. Me apetece mucho hacer ese
viaje contigo, pero siendo prácticos
estarás de acuerdo conmigo en que lo
que te estoy proponiendo es lo más
conveniente. Y, cuando yo esté en una
reunión de trabajo, tú puedes aprovechar
y hacer un poco de turismo o ir de
compras.
La ira estaba empezando a reemplazar
el aturdimiento de Paula.
¿Qué diablos...? Había sido él quien había
sugerido lo de la luna de miel, lo de los
destinos románticos. Pero por supuesto
eso había sido antes de que ella se
ofreciera a él en bandeja de plata.
Paula se quedó mirando a Pedro, que
tenía una expresión indulgente y una
sonrisa en los labios, y por primera vez
tuvo la sensación de que era un extraño.
¿Bajar de las nubes y volver a la
realidad? ¿A qué había venido eso?
¿Era una especie de advertencia antes de
que se comprometiera con su
matrimonio? ¿Era la manera de Pedro
de asegurarse de que comprendiera que
su vida juntos no iba a ser siempre
champán y rosas?
—Claro que, si tantas ganas tienes de
ir a la playa, podrías hacer un viaje a
Hawái, o algún spa. Podrías llevarte a
una amiga contigo —añadió él.
Paula levantó una mano para
interrumpirlo.
—Lo he entendido,Pedro.
La luna de miel se había acabado, y
tenía la sensación de que estaba a punto
de ver un lado de su esposo que no le
había mostrado antes.


Enfundada en otro vestido de fiesta,
Paula tenía la cabeza girada hacia la
ventanilla de la limusina, y observaba
sin interés las calles iluminadas de la
ciudad por las que pasaban. Miró a
Pedro, que iba sentado frente a ella
repasando unos papeles de trabajo que
habían recogido en su oficina hacía unos
minutos y hablando con uno de los
directivos de su compañía.
Al llegar a casa la había saludado con
un beso, aunque algo casto, había
elogiado su peinado y lo bien que le
sentaba el vestido y le había preguntado
por su día, pero nada de todo aquello le
había parecido real.
La conexión que había habido entre
ellos desde el principio, ese algo
invisible que podía palparse en el aire,
en cada frase, en cada sonrisa, en cada
mirada, se había evaporado desde la
noche en que le había ofrecido en
bandeja lo que quería.
¿Era ese el tipo de matrimonio que él
le había propuesto desde el principio?
El romanticismo, las risas, la
complicidad entre ellos... ¿Podía ser que
todo eso no hubiese sido más que el
cebo que le había puesto para que picara
el anzuelo, de asegurarse su interés y su
afecto para que considerara su
propuesta?
No podía creerlo, no podía
comprender por qué se habría esforzado
tanto para tentarla con algo que no
podría tener. A menos que fuese una
especia de prueba, que quisiera
asegurarse de que entendía exactamente
aquello a lo que iba a renunciar.
No, no podía ser tan cruel. Lo conocía
y sabía que nunca haría
intencionadamente algo que pudiera
herirla de ese modo. Además, la
conexión que había entre ellos... no
podía haber fingido eso. ¿Qué estaba
pasando allí? Quizá se estuviese
sintiendo abrumado. Quizá necesitase tiempo.
O quizá estaba engañándose a sí
misma como una tonta. 
Pero le había dicho a Pedro que por él estaba
dispuesta a arriesgarse, y después de lo
que habían vivido juntos en esos dos
meses, aún creía que merecía la pena correr ese riesgo.

CAPITULO 38





Sentado en su despacho, Pedro
apretó los puños sobre la mesa cuando
el recuerdo de la mirada dolida de
Paula volvió a aflorar a su mente.
¿Se podía ser más estúpido?, se
reprendió irritado. Tan empeñado había
estado en convencer a Paula de que
aquel matrimonio no era un error, en
hacerle ver que era el hombre que
necesitaba a su lado, que se había
convertido en un hombre que no era.
Y en esas lágrimas, en esa emoción
que habían desbordado sus ojos, estaba
la prueba de que aquello se le había ido
de las manos, que había ido demasiado
lejos cortejándola.
Llamaron a la puerta, y su secretaria
asomó la cabeza.
—Perdona,Pedro, pero la
videoconferencia con Zúrich está
programada para dentro de cinco
minutos. ¿Necesitas que les envíe esos
archivos o...?
Dejó la pregunta en el aire en vez de
decir lo que los dos sabían: se suponía
que debía haberle pasado esos archivos,
y le había prometido hacía media hora
que se los iba a pasar, pero todavía no
había acabado de repasarlos.
¡Por amor de Dios!, ¿qué le estaba
pasando? Tenía que mantener la cabeza
fría, tenía que poner las cosas en
perspectiva. Y tenía que asegurarse de
que aquello no se desmoronase. Tenía
confianza en que Paula podía ver las
cosas desde un punto de vista racional,
en que se daría cuenta de que el plan que
él le había propuesto era mejor que el
suyo de ser madre soltera.
Pero lo primero era lo primero: el
trabajo. Para él el trabajo siempre había
sido lo primero, y lo sería siempre.
—Ponte en contacto con ellos y diles
que necesito que lo retrasemos media
hora, Estela —le dijo a su secretaria—.
Dentro de veinte minutos te paso esos
archivos. Y perdona por las molestias.

Esa noche, cuando Paula oyó abrirse
y cerrarse la puerta de la entrada, el
corazón le palpitó con fuerza. Pedro le
había dicho que probablemente no iría a
casa a dormir, pero una parte de ella
había estado esperando que al final sí lo
hiciera.
Llevaba toda la tarde intentando no
pensar en todas las noches en vela que
había pasado de niña, atenta a cada
pequeño ruido, aguardando el regreso de
Pablo, ese regreso que nunca sucedió. A
pesar del repentino cambio de actitud de
Pedro se repetía que no era lo mismo,
que sí iba a volver.
No iba a alejarse de ella, no iba a
dejarla. Y su reacción no había sido una
puñalada por la espalda, que era la
sensación que había tenido con Pablo y
otros de sus padrastros. Se había
quedado aturdida porque no se lo
esperaba, pero no la había destrozado.
Además, Pedro lo había hecho
porque se preocupaba por ella. Quería
que se tomara más tiempo para que no
tuviera las mismas dudas que había
tenido durante el primer mes.
Y ya estaba en casa. Lo oyó colgar el
abrigo en el armario y soltar las llaves
en la mesita del vestíbulo antes de que
pasara al salón y la saludara como hacía
cada noche:
—Hola, señora Alfonso.
Una ola de alivio la invadió cuando
se levantó del sofá y fue junto a él para
ofrecerle el beso de bienvenida que se
había convertido en parte de su rutina
casi desde el primer día. Estaba todo
bien, nada había cambiado.
En ese momento no quería otra cosa
más que hundir el rostro en la camisa de
Pedro y dejar salir las emociones que
amenazaban con ahogarla. Quería sentir
sus brazos en torno a sí, que le susurrara
palabras de consuelo al oído, diciéndole
que todo iba a ir bien. Quería que
acallara con razonamientos sensatos las
inseguridades que la habían atormentado
desde que había salido por la puerta esa
mañana.
Sin embargo, se dijo, tenía que ser
fuerte, no quería que la inseguridad
fuera parte de esa vida que se suponía
que estaban construyendo. Por eso, en
vez de buscar el consuelo que ansiaba
de Pedro, se dio por satisfecha con la
sonrisa campechana que afloró a sus
labios. Le preguntó cómo le había ido el
día, y durante unos minutos estuvieron
hablando de su trabajo y de cosas
triviales.
Luego Pedro se agachó para abrir su
maletín, que había dejado en el suelo, y
sacó de él una carpeta. 
—¿Tienes tiempo para hablar del
viaje de luna de miel? 
—le preguntó incorporándose y yendo 
hacia el sofá con la carpeta. 
Una risa de alivio escapó de la
garganta de Paula. Pedro quería
hablar del viaje, pensó eufórica mientras
lo seguía. Nada había cambiado, era ella
quien se estaba preocupando sin necesidad.