Pedro se quedó mirando a su esposa,
digiriendo aquella revelación. Hasta
entonces había pensado que no podría
haber nada peor que la sensación de
fracaso e inutilidad que lo había
marcado durante los trece primeros años
de su vida, cuando ni las mejores notas,
ni que marcara un gol en un partido del
colegio había bastado para disipar el
dolor de los ojos de su madre. No había
podido competir con la dependencia que
su madre tenía de los somníferos, con
los que un día había puesto fin a su vida.
De pronto se preguntó si no habría
reemplazado a una mujer con un dolor
que él no había podido aliviar, por otra
que tenía unas dudas que no podía
resolver.
Debería dejarla marchar, pensó, pero
entonces recordó la desolación que
había visto en los ojos de Paula la
noche anterior, y ese instante en el que,
aunque había pensado que intentaría
alejarlo, se había abrazado a él y había
llorado en su pecho y aceptado su
consuelo. ¿Cómo después de eso podía
levantarse a la mañana siguiente y
decirle que quería marcharse? Aquella
situación lo estaba sacando de sus
casillas.
—¿Quieres ver una reacción, Paula?
¿Quieres algo real? —avanzó lentamente
hacia ella, dando vía libre a su ira—.
Estoy furioso, y no es porque mi mujer
me cocinara la comida más repugnante
que he probado, ni por ninguna de las
otras nimiedades con las que has estado
poniéndome a prueba. ¿Y quieres saber
por qué? Porque para mí esas cosas no
significan nada. Lo que ha colmado el
vaso, lo que me ha enfadado de verdad,
ha sido enterarme ahora de que la mujer
fuerte e independiente con la que me
casé sin pensármelo dos veces ha
resultado ser una cobarde que huye de
los retos, una mentirosa que hace
promesas que luego no cumple, y que
está demasiado amargada como para
creer que lo que tiene delante de las
narices pueda ser real.
Paula lo miró boquiabierta y
parpadeó incrédula.
—Te equivocas —musitó.
Pedro sacudió la cabeza.
—Yo no lo creo. Eres como un
boxeador que abandona antes del primer
asalto. No tires los guantes; pégame
fuerte en la cara y demuéstrame que me
equivoco. Quiero que te quedes porque
merece la pena luchar por esto que
tenemos. Y, si eso no es lo bastante real
para ti, también quiero que te quedes por
esto —la agarró por los hombros y la
atrajo hacia sí para besarla.
Aunque apasionado, fue un beso
demasiado breve como para
satisfacerlo, y cuando despegó sus
labios de los de ella, con la sangre
hirviéndole aún en las venas, la miró a
los ojos, retándola a contestarle.
Ella se quedó mirándolo aturdida, con
las manos descansando en el pecho de
él.
—A pesar de estar furioso conmigo...
todavía me deseas —murmuró,
estrujando con los dedos el frontal de la
camiseta de Pedro.
Él no podía negar el fuego que lo
consumía.
—Es algo que escapa a la razón.
La atrajo más hacia sí, apretándose
contra ella, y tomó de nuevo sus labios,
besándola con fruición.
Las manos de Paula subieron hasta
su pelo para enredarse en él mientras él
la empujaba contra la pared y le subía
las piernas, colocándolas alrededor de
sus caderas.
Fue un beso como el de aquella
primera noche, pensó Pedro, ardiente,
abrumador..., la clase de beso por el que
estaría dispuesto a caminar sobre un
lecho de ascuas al rojo vivo. Aquella
era la mujer con la que se había casado.
Y entonces, cuando interrumpió el
beso para que los dos pudieran tomar
aire, Paula le dijo lo que había estado
deseando oír:
—No soy una cobarde, ni una
mentirosa.
—Demuéstramelo —la retó él con
voz ronca.
Volvió a besarla de nuevo, y esa vez
la lengua de Paula se enroscó con la
suya con tal afán que aquello fue como
echar gasolina al fuego. Las manos de
ella descendieron ansiosas por su
espalda y tiraron de la camiseta,
levantándosela. Pedro estiró los brazos
y despegó sus labios de los de ella para
sacársela por la cabeza.
Cuando iba a volver a apoderarse de
sus labios, Paula interpuso una mano
entre los dos para detenerlo.
—Tampoco soy de las que tiran la
toalla —le dijo, dejando caer la mano.
Pedro le puso una mano en la nuca y
escrutó sus bellos ojos azules.
—Pues quédate, Paula. Quédate y
danos la oportunidad que nos
merecemos.