domingo, 2 de febrero de 2014

CAPITULO 31







Pedro se quedó mirando a su esposa,
digiriendo aquella revelación. Hasta
entonces había pensado que no podría
haber nada peor que la sensación de
fracaso e inutilidad que lo había
marcado durante los trece primeros años
de su vida, cuando ni las mejores notas,
ni que marcara un gol en un partido del
colegio había bastado para disipar el
dolor de los ojos de su madre. No había
podido competir con la dependencia que
su madre tenía de los somníferos, con
los que un día había puesto fin a su vida.
De pronto se preguntó si no habría
reemplazado a una mujer con un dolor
que él no había podido aliviar, por otra
que tenía unas dudas que no podía
resolver.
Debería dejarla marchar, pensó, pero
entonces recordó la desolación que
había visto en los ojos de Paula la
noche anterior, y ese instante en el que,
aunque había pensado que intentaría
alejarlo, se había abrazado a él y había
llorado en su pecho y aceptado su
consuelo. ¿Cómo después de eso podía
levantarse a la mañana siguiente y
decirle que quería marcharse? Aquella
situación lo estaba sacando de sus
casillas.
—¿Quieres ver una reacción, Paula?
¿Quieres algo real? —avanzó lentamente
hacia ella, dando vía libre a su ira—.
Estoy furioso, y no es porque mi mujer
me cocinara la comida más repugnante
que he probado, ni por ninguna de las
otras nimiedades con las que has estado
poniéndome a prueba. ¿Y quieres saber
por qué? Porque para mí esas cosas no
significan nada. Lo que ha colmado el
vaso, lo que me ha enfadado de verdad,
ha sido enterarme ahora de que la mujer
fuerte e independiente con la que me
casé sin pensármelo dos veces ha
resultado ser una cobarde que huye de
los retos, una mentirosa que hace
promesas que luego no cumple, y que
está demasiado amargada como para
creer que lo que tiene delante de las
narices pueda ser real.
Paula lo miró boquiabierta y
parpadeó incrédula.
—Te equivocas —musitó.
Pedro sacudió la cabeza.
—Yo no lo creo. Eres como un
boxeador que abandona antes del primer
asalto. No tires los guantes; pégame
fuerte en la cara y demuéstrame que me
equivoco. Quiero que te quedes porque
merece la pena luchar por esto que
tenemos. Y, si eso no es lo bastante real
para ti, también quiero que te quedes por
esto —la agarró por los hombros y la
atrajo hacia sí para besarla.
Aunque apasionado, fue un beso
demasiado breve como para
satisfacerlo, y cuando despegó sus
labios de los de ella, con la sangre
hirviéndole aún en las venas, la miró a
los ojos, retándola a contestarle.
Ella se quedó mirándolo aturdida, con
las manos descansando en el pecho de
él.
—A pesar de estar furioso conmigo...
todavía me deseas —murmuró,
estrujando con los dedos el frontal de la
camiseta de Pedro.
Él no podía negar el fuego que lo
consumía.
—Es algo que escapa a la razón.
La atrajo más hacia sí, apretándose
contra ella, y tomó de nuevo sus labios,
besándola con fruición.
Las manos de Paula subieron hasta
su pelo para enredarse en él mientras él
la empujaba contra la pared y le subía
las piernas, colocándolas alrededor de
sus caderas.
Fue un beso como el de aquella
primera noche, pensó Pedro, ardiente,
abrumador..., la clase de beso por el que
estaría dispuesto a caminar sobre un
lecho de ascuas al rojo vivo. Aquella
era la mujer con la que se había casado.
Y entonces, cuando interrumpió el
beso para que los dos pudieran tomar
aire, Paula le dijo lo que había estado
deseando oír:
—No  soy una cobarde, ni una
mentirosa.
—Demuéstramelo —la retó él con
voz ronca.
Volvió a besarla de nuevo, y esa vez
la lengua de Paula se enroscó con la
suya con tal afán que aquello fue como
echar gasolina al fuego. Las manos de
ella descendieron ansiosas por su
espalda y tiraron de la camiseta,
levantándosela. Pedro estiró los brazos
y despegó sus labios de los de ella para
sacársela por la cabeza.
Cuando iba a volver a apoderarse de
sus labios, Paula interpuso una mano
entre los dos para detenerlo.
—Tampoco soy de las que tiran la
toalla —le dijo, dejando caer la mano.
Pedro le puso una mano en la nuca y
escrutó sus bellos ojos azules.
—Pues quédate, Paula. Quédate y
danos la oportunidad que nos
merecemos.

CAPITULO 30





Paula se despertó sobresaltada y se
incorporó como un resorte. Sus ojos
recorrieron el hueco vacío a su lado en
la cama y el resto de la habitación,
intentando centrarse en la realidad del
presente, intentando apartar la pesadilla
que aún flotaba en su mente.
En ella se había visto corriendo,
perdida en una densa niebla. Iba
buscando a Pedro, y aunque en la
pesadilla se había dicho que aquel
matrimonio era un error, había sido
incapaz de detenerse y había seguido
buscándolo.
De pronto Pedro había aparecido a
su lado, sus cálidos brazos la habían
rodeado, y la había calmado
susurrándole al oído cosas que no
comprendía.
Y entonces, al alzar la vista para
preguntarle qué estaba diciendo, se
había encontrado con que era la cara de
Pablo, aunque hablaba con la voz de
Pedro.
«No te preocupes», le había
susurrado. «Vamos a ser buenos amigos
tú y yo».
Desesperada, había mirado a su
alrededor, y había visto a Pedro a lo
lejos y le había llamado. Él le había
sonreído, y había dicho: «Lo siento, no
te recuerdo».
Apartó a un lado las sábanas y se dijo
que aquella pesadilla no era más que su
mente intentando procesar el mal trago
por el que había pasado el día anterior,
pero el pánico que la había invadido no
parecía pasar. Tenía que ver a Pedro;
necesitaba...
—Eh, te has despertado.
Paula se giró hacia la puerta, en cuyo
umbral estaba Pedro con una camiseta
y unos vaqueros que insinuaban el
musculoso cuerpo que se ocultaba
debajo de ellos. La sonrisa en sus
labios, Paula sintió una punzada en el
pecho por lo que estaba a punto de
hacer.
Tragó saliva al ver que la sonrisa
desaparecía, llevándose consigo la
calidez de su mirada, como si hubiese
adivinado lo que estaba pasando por su
mente.
—No... —murmuró Pedro con
aspereza.
—Lo siento —murmuró ella
poniéndose de pie y dando un paso
vacilante hacia él—. No puedo hacer
esto.
—Mentira —le espetó él. La chispa
de la ira había saltado como si hubiese
estado esperando a hacerlo—. ¡Ni
siquiera lo has intentado!
—Eso no es verdad —replicó Paula
—. Sí que lo he intentado, llevo un mes
intentándolo, pero es inútil. No quiero
acomodarme en una vida que antes o
después acabará desmoronándose. Yo
no... —se quedó callada y rehuyó la
mirada acusadora de Pedro.
—¿Tú no qué, Paula? Si esto va a
acabar aquí, di lo que tengas que decir.
Paula apretó los puños y trató de
ignorar el dolor que sentía en el pecho.
—No confío en ti.
—No, claro, ¿por qué ibas a confiar
en mí? —le espetó él con sarcasmo—.
Al fin y al cabo solo he sido
completamente sincero contigo desde el
principio —dijo apartándose de la
puerta y pasándose irritado una mano
por el cabello.
Paula lo observó angustiada mientras
iba de un lado a otro de la habitación,
como un león enjaulado.
—No es por ti —le juró—; es por mí.
Él le lanzó una mirada fulminante y
soltó una risa áspera.
—¿Eso crees? Y supongo que no hay
nada que yo pueda hacer, ¿no?
—No —musitó ella.
Ya había hecho demasiado. Había
sido demasiado perfecto. Demasiado
perfecto como para que pudiera creer
que era real.
Pedro se cruzó de brazos y se quedó
mirándola fijamente.
—Nunca quisiste convencerte de que
este matrimonio podría funcionar. Desde
el principio has estado buscando
excusas para poder justificar tu marcha
sin haber arriesgado... nada.
Ella lo miró boquiabierta. Eso no era
cierto. Ella... ella... De repente estaba
enfadada, muy enfadada. Consigo
misma, con Pedro, con Pablo y con su
madre.
—¿Cómo esperas que lo arriesgue
todo con alguien que no es real?
—¿De qué diablos estás hablando?
—¡Nada te hace reaccionar, Pedro!,
nada te molesta, nada te frustra. Da igual
lo que te haga, lo que diga, es como si lo
único que te importara fuera llegar a la
línea de meta: asegurarte de que voy a
seguir siendo tu esposa. Todo lo demás
te da igual. Siempre te muestras tan
calmado, tan encantador, tan razonable,
tan racional... Siempre encuentras la
solución perfecta a cualquier problema,
y me es imposible creer que seas así de
verdad porque nadie es tan perfecto,
Pedro. Por eso no puedo confiar en ti.
¡Por eso tengo que irme!

CAPITULO 29



¿Era culpa suya que estuviera así?, se
preguntó preocupado. ¿La habría
presionado demasiado?, ¿le habría
pedido demasiado? Con el corazón
latiéndole pesadamente se obligó a
llamar con los nudillos en el cristal en
vez de arrancar la puerta para averiguar
qué había pasado y si era culpa de él,
para asegurarse de que Paula estaba
bien.
 Paula  dio un respingo cuando él
abrió la puerta, y se apresuró a secarse
las mejillas con el dorso de la mano y
balbucir una disculpa ininteligible.
Pedro le puso una mano en el
hombro para calmarla y se acuclilló a su
lado, escrutando su rostro en silencio
antes de que ella pudiera ocultar sus
sentimientos tras una máscara. Sin
embargo, por más que  Paula  se
enjugaba las mejillas, nuevas lágrimas
volvían a rodar por ellas.
 Paula , cariño, ¿qué ocurre?
Ella inspiró temblorosa por la boca,
tragó saliva y agachó la cabeza.
—Es una estupidez. Perdóname, no
debería estar así. Es que... he visto a
alguien a quien conocía en el
supermercado.
Pedro sintió un inmenso alivio al
saber que no era él quien la había hecho
llorar, pero no fue nada comparado con
la ira que se apoderó de él de solo
pensar que alguien le había hecho daño
a su esposa. Alguien a quien conocía...
—¿Facundo? —le preguntó.
¿El idiota que se había casado con
otra estando prometido con ella? Pedro
creía que  Paula  lo había olvidado, que
había pasado página. ¿Podría ser que
estuviera equivocado y aún sintiera algo
por él?
 Paula  negó con la cabeza e hizo un
valiente esfuerzo por sonreír a pesar de
que le temblaban los labios.
—No. Se llama Pablo, y durante un
año, hace mucho tiempo, fue mi
padrastro.
¿Su padrastro? Pedro no entendía
nada.  Paula  le había dicho que su
madre se había casado varias veces y
que ninguno de sus maridos le había
durado mucho, por lo que había tenido
la impresión de que no habían sido
importantes en su vida. Quizá había sido
una impresión errónea.
—¿Qué ha pasado?
—No se acordaba de mí — Paula 
contrajo el rostro y cerró los ojos.
Cuando volvió a abrirlos, parpadeó
para intentar contener las lágrimas y
apretó la mandíbula, como si quisiera
mostrarse fuerte a toda costa, dominar
sus emociones. Pedro la admiraba por
ello, pero las lágrimas volvieron a
surcar sus mejillas, y el dolor en sus
ojos era inconfundible. Él conocía muy
bien ese dolor, la clase de dolor que
emanaba de una herida en lo más hondo
del alma. Lo conocía y lo temía.
Era la clase de dolor en el que la
esperanza de algo que uno sabía que no
podía tener le atenazaba el corazón. La
clase de dolor que nadie podía mitigar,
la clase de vacío que nadie podía llenar.
Uno solo podía rezar por que la persona
fuese lo bastante fuerte como para
sobrellevarlo.
—No sabes cuánto lo siento, cariño
—le dijo.
—Fue hace mucho tiempo
respondió  Paula —. No cómo
esperaba que se acordase de mí, pero
estuve a punto de echarme a sus brazos
y... —la voz se le quebró y apartó la
vista.
Pedro no podía soportar verla así;
tenía que hacer algo. Tomó su mano y le
acarició los nudillos con el pulgar.
—Anda, vamos dentro.
 Paula  asintió y Pedro dio un paso
atrás y la ayudó a bajarse del coche.
Ella se quedó mirándolo con los labios
apretados y los ojos llenos de lágrimas
que se agolpaban en ellos, y se abrazó a
él, hundiendo el rostro en su pecho.
Pedro no pudo hacer otra cosa más que
rodear con los brazos sus hombros
temblorosos.
Apoyó la mejilla en su sedoso cabello
y le acarició la espalda.
—Tranquila, cariño, me tienes a mí;
estoy aquí —la tranquilizó acunándola
suavemente.
Quería protegerla, y se sentía feliz de
que ella no estuviese rechazando su
consuelo.
—Le dije mi nombre, pero aun así
seguía sin recordarme. Cuando le dije
quién era mi madre por fin recordó, pero
fue tan... incómodo.
Pedro la llevó dentro de la casa, y
luego al dormitorio, donde se tumbó con
ella en la cama.  Paula  tenía la cabeza
apoyada en su hombro, y hablaban en
susurros, mientras la luz del día se
disipaba para ser reemplazada por las
sombras.
—Todos los hombres que estuvieron
con mi madre eran buenos tipos —dijo
 Paula —. Habría sido más fácil si mi
madre se hubiese emparejado cada vez
con un idiota; así habría deseado que
saliesen de nuestras vidas lo antes
posible. Pero no fue así, eran todos
amables, hombres buenos, y yo siempre
esperaba que se quedaran, aunque en el
fondo sabía que no lo harían.
—¿Cuántos...?
—¿Con los que se llegara a casar? —
lo interrumpió ella—. Siete.
Siete con los que se había casado...
De modo que había habido unos cuantos
más.  Paula  no podía ni imaginarse lo
que debía haber sido para una niña
pequeña que sus padrastros entraran y
salieran de su vida como si fuera una
puerta giratoria. Tampoco comprendía
cómo su madre podía haberle hecho algo
así, pero sabía muy bien cómo eran las
mujeres que no podían controlar su
corazón, ni siquiera por el bien de sus
hijos o de sí mismas. Aunque al menos
la madre de  Paula  había sido capaz de
reaccionar y no se había quedado
paralizada cuando le habían roto el
corazón.
—Cuando se casó con Pablo yo apenas
hablaba con él —le confesó  Paula —.
Sé que no estaba bien que lo tratara así,
pero solo hacía dos meses que se había
marchado el hombre con el que había
estado mi madre antes de él, y yo no
quería... encariñarme con él, supongo.
—Lo comprendo —asintió Pedro.
—Pero Pablo quería ganarse mi
confianza, hacer que su relación con mi
madre funcionase. Me contaba chistes y
cuentos, me llevaba a pescar... Y
también charlaba conmigo y me
escuchaba, me escuchaba de verdad. Me
hizo sentirme... especial. Era como si
para él no fuera solo la hija que entraba
en el lote con la mujer con la que se
había casado. Claro que ahora, en
retrospectiva, me pregunto si no sería
más bien que quería encontrar algo que
lo uniera a mi madre, con quien en
realidad tenía más bien poco en común
—le explicó  Paula —. Cuando se
marchó creí que sería... distinto de como
había sido con los otros. Creía que se
despediría de mí, o que a lo mejor me
llamaría para decirme que me echaba de
menos y que sentía haber tenido que
marcharse. Pero no lo hizo, y supuse que
era porque mi madre, cuando acababa
con uno de sus novios o se divorciaba,
no quería volver a saber nada de esos
hombres. Y, aun así, como él me había
dicho que me quería, seguí esperando,
esperando... Y quizá nunca perdí del
todo la esperanza de que le importara de
verdad, porque esta tarde, cuando lo vi
en el supermercado... Dios, Pedro...,
me comporté como una tonta.
—No, Paula, eso no es verdad.
Que pensara siquiera eso... Pedro
maldijo en silencio a su madre y a aquel
Pablo por haberla hecho sufrir de ese
modo, por no haberse dado cuenta del
impacto que tendría la irresponsabilidad
de sus actos. Y encima aquel tipo le
había hecho creer a Paula que la quería
para luego salir de su vida sin mirar
atrás, a una niña a la que le habían roto
el corazón una y otra vez.
Si Paula le dejaba, le daría la
felicidad que merecía, se juró a sí
mismo. 
Sería constante en su cariño,
sería un hombre con el que pudiese contar.