domingo, 2 de febrero de 2014

CAPITULO 29



¿Era culpa suya que estuviera así?, se
preguntó preocupado. ¿La habría
presionado demasiado?, ¿le habría
pedido demasiado? Con el corazón
latiéndole pesadamente se obligó a
llamar con los nudillos en el cristal en
vez de arrancar la puerta para averiguar
qué había pasado y si era culpa de él,
para asegurarse de que Paula estaba
bien.
 Paula  dio un respingo cuando él
abrió la puerta, y se apresuró a secarse
las mejillas con el dorso de la mano y
balbucir una disculpa ininteligible.
Pedro le puso una mano en el
hombro para calmarla y se acuclilló a su
lado, escrutando su rostro en silencio
antes de que ella pudiera ocultar sus
sentimientos tras una máscara. Sin
embargo, por más que  Paula  se
enjugaba las mejillas, nuevas lágrimas
volvían a rodar por ellas.
 Paula , cariño, ¿qué ocurre?
Ella inspiró temblorosa por la boca,
tragó saliva y agachó la cabeza.
—Es una estupidez. Perdóname, no
debería estar así. Es que... he visto a
alguien a quien conocía en el
supermercado.
Pedro sintió un inmenso alivio al
saber que no era él quien la había hecho
llorar, pero no fue nada comparado con
la ira que se apoderó de él de solo
pensar que alguien le había hecho daño
a su esposa. Alguien a quien conocía...
—¿Facundo? —le preguntó.
¿El idiota que se había casado con
otra estando prometido con ella? Pedro
creía que  Paula  lo había olvidado, que
había pasado página. ¿Podría ser que
estuviera equivocado y aún sintiera algo
por él?
 Paula  negó con la cabeza e hizo un
valiente esfuerzo por sonreír a pesar de
que le temblaban los labios.
—No. Se llama Pablo, y durante un
año, hace mucho tiempo, fue mi
padrastro.
¿Su padrastro? Pedro no entendía
nada.  Paula  le había dicho que su
madre se había casado varias veces y
que ninguno de sus maridos le había
durado mucho, por lo que había tenido
la impresión de que no habían sido
importantes en su vida. Quizá había sido
una impresión errónea.
—¿Qué ha pasado?
—No se acordaba de mí — Paula 
contrajo el rostro y cerró los ojos.
Cuando volvió a abrirlos, parpadeó
para intentar contener las lágrimas y
apretó la mandíbula, como si quisiera
mostrarse fuerte a toda costa, dominar
sus emociones. Pedro la admiraba por
ello, pero las lágrimas volvieron a
surcar sus mejillas, y el dolor en sus
ojos era inconfundible. Él conocía muy
bien ese dolor, la clase de dolor que
emanaba de una herida en lo más hondo
del alma. Lo conocía y lo temía.
Era la clase de dolor en el que la
esperanza de algo que uno sabía que no
podía tener le atenazaba el corazón. La
clase de dolor que nadie podía mitigar,
la clase de vacío que nadie podía llenar.
Uno solo podía rezar por que la persona
fuese lo bastante fuerte como para
sobrellevarlo.
—No sabes cuánto lo siento, cariño
—le dijo.
—Fue hace mucho tiempo
respondió  Paula —. No cómo
esperaba que se acordase de mí, pero
estuve a punto de echarme a sus brazos
y... —la voz se le quebró y apartó la
vista.
Pedro no podía soportar verla así;
tenía que hacer algo. Tomó su mano y le
acarició los nudillos con el pulgar.
—Anda, vamos dentro.
 Paula  asintió y Pedro dio un paso
atrás y la ayudó a bajarse del coche.
Ella se quedó mirándolo con los labios
apretados y los ojos llenos de lágrimas
que se agolpaban en ellos, y se abrazó a
él, hundiendo el rostro en su pecho.
Pedro no pudo hacer otra cosa más que
rodear con los brazos sus hombros
temblorosos.
Apoyó la mejilla en su sedoso cabello
y le acarició la espalda.
—Tranquila, cariño, me tienes a mí;
estoy aquí —la tranquilizó acunándola
suavemente.
Quería protegerla, y se sentía feliz de
que ella no estuviese rechazando su
consuelo.
—Le dije mi nombre, pero aun así
seguía sin recordarme. Cuando le dije
quién era mi madre por fin recordó, pero
fue tan... incómodo.
Pedro la llevó dentro de la casa, y
luego al dormitorio, donde se tumbó con
ella en la cama.  Paula  tenía la cabeza
apoyada en su hombro, y hablaban en
susurros, mientras la luz del día se
disipaba para ser reemplazada por las
sombras.
—Todos los hombres que estuvieron
con mi madre eran buenos tipos —dijo
 Paula —. Habría sido más fácil si mi
madre se hubiese emparejado cada vez
con un idiota; así habría deseado que
saliesen de nuestras vidas lo antes
posible. Pero no fue así, eran todos
amables, hombres buenos, y yo siempre
esperaba que se quedaran, aunque en el
fondo sabía que no lo harían.
—¿Cuántos...?
—¿Con los que se llegara a casar? —
lo interrumpió ella—. Siete.
Siete con los que se había casado...
De modo que había habido unos cuantos
más.  Paula  no podía ni imaginarse lo
que debía haber sido para una niña
pequeña que sus padrastros entraran y
salieran de su vida como si fuera una
puerta giratoria. Tampoco comprendía
cómo su madre podía haberle hecho algo
así, pero sabía muy bien cómo eran las
mujeres que no podían controlar su
corazón, ni siquiera por el bien de sus
hijos o de sí mismas. Aunque al menos
la madre de  Paula  había sido capaz de
reaccionar y no se había quedado
paralizada cuando le habían roto el
corazón.
—Cuando se casó con Pablo yo apenas
hablaba con él —le confesó  Paula —.
Sé que no estaba bien que lo tratara así,
pero solo hacía dos meses que se había
marchado el hombre con el que había
estado mi madre antes de él, y yo no
quería... encariñarme con él, supongo.
—Lo comprendo —asintió Pedro.
—Pero Pablo quería ganarse mi
confianza, hacer que su relación con mi
madre funcionase. Me contaba chistes y
cuentos, me llevaba a pescar... Y
también charlaba conmigo y me
escuchaba, me escuchaba de verdad. Me
hizo sentirme... especial. Era como si
para él no fuera solo la hija que entraba
en el lote con la mujer con la que se
había casado. Claro que ahora, en
retrospectiva, me pregunto si no sería
más bien que quería encontrar algo que
lo uniera a mi madre, con quien en
realidad tenía más bien poco en común
—le explicó  Paula —. Cuando se
marchó creí que sería... distinto de como
había sido con los otros. Creía que se
despediría de mí, o que a lo mejor me
llamaría para decirme que me echaba de
menos y que sentía haber tenido que
marcharse. Pero no lo hizo, y supuse que
era porque mi madre, cuando acababa
con uno de sus novios o se divorciaba,
no quería volver a saber nada de esos
hombres. Y, aun así, como él me había
dicho que me quería, seguí esperando,
esperando... Y quizá nunca perdí del
todo la esperanza de que le importara de
verdad, porque esta tarde, cuando lo vi
en el supermercado... Dios, Pedro...,
me comporté como una tonta.
—No, Paula, eso no es verdad.
Que pensara siquiera eso... Pedro
maldijo en silencio a su madre y a aquel
Pablo por haberla hecho sufrir de ese
modo, por no haberse dado cuenta del
impacto que tendría la irresponsabilidad
de sus actos. Y encima aquel tipo le
había hecho creer a Paula que la quería
para luego salir de su vida sin mirar
atrás, a una niña a la que le habían roto
el corazón una y otra vez.
Si Paula le dejaba, le daría la
felicidad que merecía, se juró a sí
mismo. 
Sería constante en su cariño,
sería un hombre con el que pudiese contar.

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