viernes, 7 de febrero de 2014

CAPITULO 48



Una hora después estaba pensando
con una claridad con la que nunca había
pensado. Apartó a un lado la botella
vacía y tomó su móvil.

Cuando Pedro se despertó, no podía
despegar los ojos, y tenía la certeza de
que en algún momento durante la noche
había acabado a bordo de un barco,
porque todo a su alrededor parecía estar
bamboleándose.
Solo que de repente notó que el
colchón se hundía por el movimiento de
alguien que no era él. No estaba solo...
Un sentimiento de júbilo lo inundó, pero
cuando trató de abrir los ojos la luz fue
como una puñalada y volvió a cerrarlos
de nuevo.
Le daba igual. No estaba solo, y de
algún modo había conseguido que
Paula regresara a su cama, pensó
bendiciendo lo que fuera que había
estado bebiendo la noche anterior.
Tanteando a ciegas por las sábanas
cerró la mano sobre la primera cosa
cálida que encontró y tiró de ella. O lo
intentó, porque...
—No sé si lo sabes —dijo una voz
grave que no podía ser la de Paula—,
pero no soy de esa clase de chicas.
¡Hernan! Esa vez Pedro abrió los ojos
de golpe, obligándolos a soportar el
lacerante dolor que les causaba la luz
del día, y vio aturdido que lo que había
agarrado su mano era el muslo de Hernan,
que estaba tumbado a su lado sobre la
colcha.
De pronto le dieron unas arcadas
tremendas. ¡Oh, demonios!
—A tu derecha en el suelo tienes un
cubo, campeón —le dijo Hernan,
empujándolo con el pie en esa dirección
—. Echa todo lo que tengas que echar.
Veinte minutos después, Pedro
estaba duchado y vestido. ¿En qué
diablos había estado pensando para
emborracharse así la noche anterior?
Se arrastró hasta la cocina, se dejó
caer en una silla y le lanzó una mirada a
Hernan, que estaba preparando huevos
revueltos con una sonrisa divertida en
los labios.
—No es que no me alegrara de
encontrarte en mi cama esta mañana —le
dijo—, pero... ¿qué estás haciendo aquí?
Para fastidio de Pedro, Hernan siguió
revolviendo un buen rato los huevos con
esa sonrisilla burlona en los labios.
—Anoche vi que tenía un mensaje
tuyo en mi buzón de voz, pero eso solo
fue el comienzo —le explicó por fin—.
Luego empezaron a llegarme mensajes
de texto en los que me decías que tenía
que ir a Denver contigo. Te contesté
diciendo que estaba ocupado y que me
dieras una hora, pero me contestaste de
inmediato diciendo que tenía que venir
ya, que querías recuperar a tu esposa.
Me escribiste que creías que podrías
convencerla de que volviera contigo
ofreciéndole tu esperma.
Pedro enarcó una ceja.
—Me estás tomando el pelo,
¿verdad?
Hernan se rio.
—Si no me crees, abre mi móvil y
compruébalo; está ahí, a tu lado, encima
de la mesa.
Pedro miró el móvil como si fuese
un bicho y miró de nuevo a Hernan.
—Es en serio, ¿no?
—Me temo que sí —dijo su amigo,
que parecía estar disfrutando de lo lindo
con aquello—. Te pregunté si estabas
bebiendo porque en los mensajes te
habías comido varias letras, pero me
ignoraste por completo y me contestaste
que tenías lo que ella quería, un plan
sólido que era mejor que el suyo, y que
la ibas a llamar.
¡Oh, demonios...!, pensó Pedro
contrayendo el rostro. Por favor que no
la hubiera llamado, que no la hubiera
llamado...
—¿Y qué pasó? —inquirió temiendo
la respuesta.
—Pasó que dejé lo que tenía entre
manos y me vine para acá —dijo Hernan
apagando la vitrocerámica—. Cuando
llegué, estabas borracho como una cuba.
—¿Y te quedaste conmigo, en mi
cama, para asegurarte de que no me
ahogaba en mi propio vómito?
—Por eso, y para evitar que llamaras
a Paula en ese estado —Hernan le plantó
delante un plato con huevos revueltos y
beicon antes de sentarse frente a él con
otro—. Bueno, y ahora cuéntame.
—Está planeando someterse a una
inseminación artificial.
—Aaah... Y tú pensaste que podías
echarle una mano. Ya. Aunque no sé, no
lo veo muy claro, porque si no quiere
nada contigo, ¿por qué creías anoche
que tus espermatozoides iban a llevarte
más lejos?
—Supongo que pensé que podría
convencerla para que lo reconsiderara,
para que viera lo que yo puedo
ofrecerle, lo que estás rechazado.
—Ya. Y eso sería... ¿comodidades?,
¿una seguridad?
—Vaya, alguien que lo ve.
—Bueno, algo veo, pero no estoy
seguro de que sea lo mismo que tú.
Pedro no estaba de humor para
descifrar adivinanzas, ni para sutilezas.
—A ver, ¿qué tienes que decir?
Hernan sacudió la cabeza.
—Pregúntate esto, Pedro: ¿qué es lo
que te tiene tan alterado? Quiero decir
que, en realidad, ¿qué tiene Paula que
no quieres perder?
Pedro abrió la boca para contestar,
dispuesto a explicarle que estaban
hechos el uno para el otro, lo bien que
se compenetraban, pero en ese momento,
cuando se paró a pensarlo, se dio cuenta
de que su matrimonio había sido un
desastre desde el primer momento.
Paula se había despertado a la
mañana siguiente de su boda incapaz de
recordar su nombre, y mucho menos de
por qué había accedido a casarse con él.
Y desde el principio había sido un
fastidio, con todas las dudas que tenía y
poniéndolo a prueba para que saliera
huyendo de ella.
Había tenido que darle tiempo, había
tenido que conquistarla. Lo había tenido
todo el tiempo en jaque, todo el tiempo
preguntándose si estaría agradándola o
no. Muchas veces lo había irritado y lo
había confundido.
Pero a pesar de todo había disfrutado
con cada momento de esos dos meses.
Aquello no tenía sentido.
Echando la vista atrás, Paula había
supuesto todas las complicaciones y
frustraciones que se daban en las
relaciones con amor de por medio que él
había querido evitar a toda costa.
Tenía sobre él un efecto que ninguna
otra mujer había tenido. Y, a pesar del
caos en que había sumido su vida, la
idea de no tenerla estaba matándolo.
Miró a Hernan y asintió.
—Está bien, creo que ya lo sé.

CAPITULO 47




Paula guardó los archivos con los que
estaba trabajando y se quedó mirando la
pantalla del ordenador. Iba a cumplir de
sobra la fecha de finalización del
proyecto. En los últimos días apenas
había podido dormir más de unas horas,
y cada noche se había levantado y se
había puesto a trabajar.
Constantemente la asaltaban los
recuerdos. Pedro dándole los buenos
días, llegando a casa por la tarde y
cobrándose su beso de bienvenida...
Algunos días se dejaba llevar por
esos recuerdos, por el placer agridulce
que le producían. Otros, como ese día,
luchaba contra ellos, para acallar el
dolor por la pérdida de lo que había
perdido.
La pantalla se tornó borrosa. Más
lágrimas. ¿Cuándo dejaría de llorar a la
más mínima? El dolor de su corazón le
decía que tal vez nunca.
El timbre del teléfono la sobresaltó.
Se secó las lágrimas con el dorso de la
mano y lo descolgó.
—Paula Chaves —contestó.
Todavía le costaba no decir su
apellido de casada.
Hubo un silencio al otro lado de la
línea y luego...
—¿Chaves? Ya sé que hace unos días
de la última vez que hablamos, pero
pensaba que mis abogados me lo
notificarían cuando se hubiese aprobado
el divorcio.
Pedro... ¿Cómo podía el corazón de
una persona dar un vuelco y un salto de
alegría al mismo tiempo?
—Puede que aún no sea oficial, pero
lo será.
—Sí, lo sé —Pedro se aclaró la
garganta—. He estado lidiando con el
trabajo, pero quería haberte llamado
antes para saber si todas tus cosas
habían llegado bien. ¿Estaba todo?, ¿no
faltaba nada?
Era un motivo razonable para aquella
llamada. Paula sabía que Pedro se
tomaba sus responsabilidades y
compromisos muy en serio. Eso era
todo; no había más. Inspiró para intentar
calmarse y respondió:
—Sí, todo llegó bien; gracias otra vez
por tu ayuda.
—Me alegra oírlo. Bueno, si ves que
falta algo, házmelo saber.
—Creo que no falta nada.
—Estupendo. Bueno, y ahora que ya
vuelves a estar instalada, ¿cuáles son tus
planes?
Paula se quedó mirando el teléfono
un momento. ¿Cómo podía estar
preguntándole eso?
—Pedro, ya sabes cuáles son mi
planes. A pesar de todo lo que ha
pasado, nada ha cambiado —le dijo.
Nada, excepto que su corazón se había
roto en mil pedazos, y cada vez que oía
la voz de Pedro, tan casual y
despreocupada, volvía a romperse en
otros mil—. Yo... esto tiene que acabar,
Pedro. Creo que será mejor que a
partir de ahora te pongas en contacto con
mi abogado si quieres preguntarme algo.

«Ya sabes cuáles son mi planes»...
Aquellas palabras martilleaban en el
cerebro de Pedro como una
taladradora horas después de que Paula
colgara el teléfono.
Desde el principio había sabido que
Paula tenía planes para su futuro: ser
madre soltera mediante la inseminación
artificial, formar una familia sin las
complicaciones de un matrimonio.
«Nada ha cambiado»... Sí, nada había
cambiado, salvo que a él se le revolvía
el estómago de imaginarse a Paula
embarazada de otro hombre, aunque
fuera  de un donante anónimo de
esperma. La sola idea lo ponía furioso.
¿Y qué pasaría con los nueve meses
que tendría por delante después de eso?
Por lo que le había dicho, la relación
que tenía con su madre no era
especialmente buena. ¿Quién estaría a su
lado para ayudarla en los momentos
difíciles, cuando se encontrase mal, o
estuviese asustada?
Su propia madre nunca le había
hablado demasiado de lo que había sido
para ella criarlo sola. No había querido
que se sintiera como una carga. Sin
embargo, recordaba una noche en que la
había oído llorando mientras discutía
con su padre, preguntándole si tenía idea
de lo que había sido para ella
despertarse una noche y encontrarse con
que se había puesto de parto y estaba
completamente sola.
Había tenido que tomar un taxi para ir
al hospital, y había pasado horas
esperando al hombre que tantas veces se
había deshecho en promesas. Al final,
no había ido; había dejado que diese a
luz a su hijo sola y asustada, mientras él
celebraba una fiesta de Navidad con su
esposa.
Paula ni siquiera tendría la
esperanza de que alguien fuera al
hospital cuando se pusiera de parto.
¿Por qué demonios no podía entrar en
razón y dejar que estuviese a su lado?
Se levantó del sofá, fue hasta el
mueble bar y se sirvió un vaso de
whisky. Se lo bebió de un trago con la
esperanza de que el fuego del alcohol
acallara el dolor en su pecho, pero no le
sirvió de nada, así que se sirvió otro,
diciéndose que, si no mataba el dolor, al
menos tal vez haría callar ese martilleo
constante en su cabeza.

CAPITULO 46



Pedro dejó libre a Paula y se
preguntó qué estaba haciendo allí. Se
suponía que había decidido que iba a
dejarla marchar.
Cuando había vuelto a casa y se había
encontrado con que se había ido, se
había pasado todo el maldito día
intentando aplacar su ira para llamarla y
asegurarse de que había llegado a
Denver y que estaba bien. Para llamarla
sin intentar convencerla de que volviese
con él.
Y lo había hecho. Antes había
llamado a la empresa de mudanzas para
organizar el envío del resto de sus
cosas, y al colgar al final de su
conversación con Paula se había dado
una palmadita en la espalda por haber
hecho lo correcto.
Luego se había ido a la cama y había
estado mirando al techo incapaz de
dormirse, hasta que al final se había
dado por vencido y se había ido a la
oficina, donde había pasado las
siguientes dieciocho horas.
Al día siguiente, cuando llegaron los
de las mudanzas, había supervisado que
subieran con cuidado todo al camión y
no se dejaran nada. Había pensado que
cuando todo estuviese fuera de la casa,
cuando hubiese desaparecido el
constante recordatorio de lo que había
perdido, podría relajarse, que ya no
sentiría esa opresión en el pecho.
Le había preguntado a los tipos de las
mudanzas cuánto tardarían en llegarle a
Paula las cosas, qué precauciones
tomaban para asegurarse de que todo
llegara en buen estado, y cuando se
había dado cuenta de que no se quedaría
tranquilo por más que intentase
cerciorarse de cada detalle, había
decidido tomar un vuelo y reunirse con
ellos en Denver. Solo para ver que todas
las cajas llegaban sanas y salvas al
apartamento de Paula. No lo movía
ninguna motivación.
Sí, no iba a negar que había estado
fantaseando con volver a tenerla debajo
de él, gimiendo su nombre. ¿Pero tenía
alguna intención de hacer realidad esas
fantasías? No, por supuesto que no.
O al menos así de claro lo había
tenido hasta que la atrajo hacia sí para
que dejara paso a los hombres de las
mudanzas y ella había girado la cabeza
para mirarlo a los ojos y pedirle que la
soltara. Esos ojos tan seductores, tan...
Bueno, aun así no iba a hacer nada.
De hecho, la ira en esos mismos ojos le
decía a las claras que ella no quería
nada con él.
Estaba esa otra emoción, muy distinta,
entremezclada con la ira, y tampoco
podía negar que lo halagaba saber que
se había enamorado de él, pero no
quería una relación con esa clase de
responsabilidad. Quería que Paula lo
deseara, pero no que lo necesitara. No
quería que fuera tan vulnerable a él, que
intentara dejarlo una y otra vez como le
había pasado a su madre con su padre, y
fracasar cada vez. No, se había
asegurado de que estaba bien, y
regresaría a San Diego sin mirar atrás.
En cuanto la última caja estuvo dentro
del apartamento, firmó los papeles de
entrega a los tipos de la mudanza, les
dio una propina y cerró la puerta.
El apartamento de Paula le pareció
más pequeño de lo que lo recordaba.
Claro que en ese momento había cajas
apiladas en cada habitación.
De pronto se preguntó si echaría de
menos no ver más en su casa las cosas
que contenían. Paula estaba abriendo
una caja de la que sacó una lámpara, y él
se quedó observándola pensativo
mientras la colocaba en el lugar que
antes había ocupado: una mesita
pequeña junto a una mecedora.
Paula enchufó el cable y dio un paso
atrás para mirar la lámpara con una
expresión inescrutable en su rostro.
Pedro no habría sabido decir si se
alegraba o no de volver a ver la lámpara
en su sitio.
Se volvió hacia él, y Pedro sabía
exactamente qué venía a continuación:
iba a despedirse de él. No estaba
preparado; por eso la cortó antes de que
pudiera decir nada.
—¿Por qué habitación quieres
empezar? —le preguntó forzando una
sonrisa y metiéndose las manos en los
bolsillos de los vaqueros para que no
viera sus puños apretados.
—Pedro, te agradezco que me hayas
enviado mis cosas tan rápido, pero
puedo ocuparme del resto.
—Eh, ya que estoy aquí, déjame
ayudar —respondió él—. Llamaré a mi
secretaria para decirle que voy a estar
fuera un día o dos y...
—¿Qué? —exclamó ella, mirándolo
boquiabierta.
—Esta noche podemos pedir una
pizza, abrir una botella de vino y ver una
película —le dijo Pedro. Sí, algo
casual para no intimidarla, para que no
se sintiera presionada.
—¿Una pizza? ¿Te has vuelto loco o
es que estás siendo cruel a sabiendas?
—le espetó ella furiosa.
—Solo intento ayudar. Quiero...
—¡No se trata de lo que tú quieres,
Pedro! ¿Cómo puede ser que no lo
entiendas? ¡No quiero ser tu amiga!
De repente Pedro ya no era dueño de
sus actos. Se plantó justo delante de
ella, la agarró por los brazos y le gritó
también:
—¡Yo no quiero que seamos amigos,
maldita sea!
Paula parpadeó, tan sorprendida por
su reacción como él.
—¿Y qué es lo que quieres? —le
preguntó en un tono quedo.
Pasaron unos segundos antes de que
finalmente Pedro soltara el aliento que
había estado conteniendo.
—Te quiero a mi lado. Quiero lo que
se suponía que íbamos a tener. Quiero a
mi esposa, a la compañera que encontré
en Las Vegas. Quiero que reconozcas
que puedo darte una vida mejor de la
que tendrás sola.
—No funcionaría.
—¿Por qué no? —inquirió él
soltándola.
—Porque... —Paula arrojó las
manos al aire con impotencia. En sus
ojos había tanto dolor que Pedro supo
lo que iba a decirle a continuación antes
de que lo dijera—. Porque te quiero,
Pedro.
No era una sorpresa después de lo
que le había dicho antes de marcharse, o
al menos no debería haberlo sido. Lo
había intuido por la mirada en sus ojos
esa noche en que le había dicho que no
usaran preservativo, en un millón de
pequeñas cosas. Sin embargo, oír las
palabras de sus labios... fue como si le
hubiesen pegado un puñetazo en el plexo
solar, dejándolo sin aliento,
completamente aturdido.
Paula fue hasta la puerta y la abrió.
Luego, sin levantar la vista del suelo, le
pidió:
—Márchate, por favor.