viernes, 7 de febrero de 2014

CAPITULO 46



Pedro dejó libre a Paula y se
preguntó qué estaba haciendo allí. Se
suponía que había decidido que iba a
dejarla marchar.
Cuando había vuelto a casa y se había
encontrado con que se había ido, se
había pasado todo el maldito día
intentando aplacar su ira para llamarla y
asegurarse de que había llegado a
Denver y que estaba bien. Para llamarla
sin intentar convencerla de que volviese
con él.
Y lo había hecho. Antes había
llamado a la empresa de mudanzas para
organizar el envío del resto de sus
cosas, y al colgar al final de su
conversación con Paula se había dado
una palmadita en la espalda por haber
hecho lo correcto.
Luego se había ido a la cama y había
estado mirando al techo incapaz de
dormirse, hasta que al final se había
dado por vencido y se había ido a la
oficina, donde había pasado las
siguientes dieciocho horas.
Al día siguiente, cuando llegaron los
de las mudanzas, había supervisado que
subieran con cuidado todo al camión y
no se dejaran nada. Había pensado que
cuando todo estuviese fuera de la casa,
cuando hubiese desaparecido el
constante recordatorio de lo que había
perdido, podría relajarse, que ya no
sentiría esa opresión en el pecho.
Le había preguntado a los tipos de las
mudanzas cuánto tardarían en llegarle a
Paula las cosas, qué precauciones
tomaban para asegurarse de que todo
llegara en buen estado, y cuando se
había dado cuenta de que no se quedaría
tranquilo por más que intentase
cerciorarse de cada detalle, había
decidido tomar un vuelo y reunirse con
ellos en Denver. Solo para ver que todas
las cajas llegaban sanas y salvas al
apartamento de Paula. No lo movía
ninguna motivación.
Sí, no iba a negar que había estado
fantaseando con volver a tenerla debajo
de él, gimiendo su nombre. ¿Pero tenía
alguna intención de hacer realidad esas
fantasías? No, por supuesto que no.
O al menos así de claro lo había
tenido hasta que la atrajo hacia sí para
que dejara paso a los hombres de las
mudanzas y ella había girado la cabeza
para mirarlo a los ojos y pedirle que la
soltara. Esos ojos tan seductores, tan...
Bueno, aun así no iba a hacer nada.
De hecho, la ira en esos mismos ojos le
decía a las claras que ella no quería
nada con él.
Estaba esa otra emoción, muy distinta,
entremezclada con la ira, y tampoco
podía negar que lo halagaba saber que
se había enamorado de él, pero no
quería una relación con esa clase de
responsabilidad. Quería que Paula lo
deseara, pero no que lo necesitara. No
quería que fuera tan vulnerable a él, que
intentara dejarlo una y otra vez como le
había pasado a su madre con su padre, y
fracasar cada vez. No, se había
asegurado de que estaba bien, y
regresaría a San Diego sin mirar atrás.
En cuanto la última caja estuvo dentro
del apartamento, firmó los papeles de
entrega a los tipos de la mudanza, les
dio una propina y cerró la puerta.
El apartamento de Paula le pareció
más pequeño de lo que lo recordaba.
Claro que en ese momento había cajas
apiladas en cada habitación.
De pronto se preguntó si echaría de
menos no ver más en su casa las cosas
que contenían. Paula estaba abriendo
una caja de la que sacó una lámpara, y él
se quedó observándola pensativo
mientras la colocaba en el lugar que
antes había ocupado: una mesita
pequeña junto a una mecedora.
Paula enchufó el cable y dio un paso
atrás para mirar la lámpara con una
expresión inescrutable en su rostro.
Pedro no habría sabido decir si se
alegraba o no de volver a ver la lámpara
en su sitio.
Se volvió hacia él, y Pedro sabía
exactamente qué venía a continuación:
iba a despedirse de él. No estaba
preparado; por eso la cortó antes de que
pudiera decir nada.
—¿Por qué habitación quieres
empezar? —le preguntó forzando una
sonrisa y metiéndose las manos en los
bolsillos de los vaqueros para que no
viera sus puños apretados.
—Pedro, te agradezco que me hayas
enviado mis cosas tan rápido, pero
puedo ocuparme del resto.
—Eh, ya que estoy aquí, déjame
ayudar —respondió él—. Llamaré a mi
secretaria para decirle que voy a estar
fuera un día o dos y...
—¿Qué? —exclamó ella, mirándolo
boquiabierta.
—Esta noche podemos pedir una
pizza, abrir una botella de vino y ver una
película —le dijo Pedro. Sí, algo
casual para no intimidarla, para que no
se sintiera presionada.
—¿Una pizza? ¿Te has vuelto loco o
es que estás siendo cruel a sabiendas?
—le espetó ella furiosa.
—Solo intento ayudar. Quiero...
—¡No se trata de lo que tú quieres,
Pedro! ¿Cómo puede ser que no lo
entiendas? ¡No quiero ser tu amiga!
De repente Pedro ya no era dueño de
sus actos. Se plantó justo delante de
ella, la agarró por los brazos y le gritó
también:
—¡Yo no quiero que seamos amigos,
maldita sea!
Paula parpadeó, tan sorprendida por
su reacción como él.
—¿Y qué es lo que quieres? —le
preguntó en un tono quedo.
Pasaron unos segundos antes de que
finalmente Pedro soltara el aliento que
había estado conteniendo.
—Te quiero a mi lado. Quiero lo que
se suponía que íbamos a tener. Quiero a
mi esposa, a la compañera que encontré
en Las Vegas. Quiero que reconozcas
que puedo darte una vida mejor de la
que tendrás sola.
—No funcionaría.
—¿Por qué no? —inquirió él
soltándola.
—Porque... —Paula arrojó las
manos al aire con impotencia. En sus
ojos había tanto dolor que Pedro supo
lo que iba a decirle a continuación antes
de que lo dijera—. Porque te quiero,
Pedro.
No era una sorpresa después de lo
que le había dicho antes de marcharse, o
al menos no debería haberlo sido. Lo
había intuido por la mirada en sus ojos
esa noche en que le había dicho que no
usaran preservativo, en un millón de
pequeñas cosas. Sin embargo, oír las
palabras de sus labios... fue como si le
hubiesen pegado un puñetazo en el plexo
solar, dejándolo sin aliento,
completamente aturdido.
Paula fue hasta la puerta y la abrió.
Luego, sin levantar la vista del suelo, le
pidió:
—Márchate, por favor.

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