jueves, 30 de enero de 2014

CAPITULO 24





Paula se giró y encontró a Pedro
apoyado en el quicio de la puerta del
salón.Llevaba unos pantalones de
pijama de color gris claro, pero tenía el
torso desnudo.
—Tú también —contestó ella.
Estaba guapísimo con el cabello
revuelto y esa sombra de barba que le
daba un aire de bandido que encajaba
perfectamente con la media sonrisa en
sus labios y el brillo travieso en sus
ojos.
—Me sentía solo en la cama sin ti —
le dijo guiñándole un ojo—. Y estaba
pensando que a lo mejor te gustaría que
te hiciera un pequeño tour por tu nuevo
hogar. ¿Te apetece un café?
Al oír esa palabra, a Paula se le
escapó un gemido de placer. Hasta que
no se había tomado su taza de café por
la mañana no era persona.
—Café... oh, sí, por favor. Me muero
por un café.
Pedro se rio antes de ir junto a ella y
tomarla de la mano.
—Mi ego me exige que la próxima
vez que gimas de esa manera no sea por
una taza de café. Anda, vamos.
Ya en la cocina, mientras el ponía la
cafetera en marcha, Paula vio qué
podía encontrar en el frigorífico.
—No se me da muy bien la cocina,
por si no lo había mencionado ya —le
dijo girando la cabeza—, pero aquí
tienes unos gofres congelados que no
deben ser difíciles de preparar.
Pedro se le acercó por detrás y
empujó la puerta del congelador con una
mano para cerrarla mientras con la otra
le rodeaba la cintura.
—Luego —dijo girándola hacia él.
A Paula el corazón le dio un brinco y
sintió un cosquilleo en el vientre.
—Pedro... —le advirtió dando un
paso atrás.
—Relájate, cariño —Pedro la asió
por las caderas para hacerla retroceder
hasta la mesa de la cocina y la levantó
para sentarla encima—. Lo único que
quiero es el beso de buenos días que
habíamos acordado.
Como tenían posturas enfrentadas
respecto a esa cuestión, ella no quería
que el sexo le impidiera pensar con
claridad, y él no quería prescindir del
sexo—, después de mucho debatirlo
habían llegado a un acuerdo de cuatro
besos al día: uno de buenos días, otro de
«que tengas un buen día», uno al llegar a
casa, y uno de buenas noches.
Cuatro besos. Podía con cuatro besos,
se dijo, pero una ola de calor la invadió
cuando Pedro se inclinó hacia ella
asiéndola de nuevo por la cintura para
atraerla hacia sí. Paula, que no sabía
qué hacer con las manos, se las puso en
los hombros.
—Solo un beso, Pedro —le recordó
en un susurro, sintiéndose algo
embriagada por el olor de su piel.
—Un beso... como yo quiera —le
recordó él también, rozándole la línea
de la mandíbula con la nariz.
—Sí, pero solo uno —insistió ella
cuando los labios de Pedro se
acercaban ya a los suyos.
Él esbozó una sonrisa lobuna.
—Ya veremos —murmuró.



Nada de sexo? —repitió Hernan entre toses
al otro lado de la línea.
Pedro, que había activado la opción
«manos libres» en el móvil porque iba
conduciendo, apretó irritado el volante.
No le había pasado desapercibido el
tono divertido de su amigo, por mucho
que hubiera intentado disimularlo. Al
menos a alguien le parecía gracioso.
—Sí, yo tampoco puedo creerlo, pero
Paula...
Inspiró y miró un instante el
acantilado que descendía  hasta el
océano a su derecha antes de volver a
fijar la vista en la carretera. Había
estado seguro de que conseguiría vencer
su resistencia con aquello de la cuota
diaria de besos porque, cuando se
besaban, se besaban de verdad. De
hecho, solo de pensar en cómo subía la
temperatura cuando se besaban le
invadió una ráfaga de calor y tuvo que
desabrocharse el primer botón de la
camisa y aflojarse la corbata. Sin
embargo, Paula estaba manteniéndose
firme.
—En fin... —continuó—, dice que no
quiere que nada le nuble el juicio
mientras intenta decidir si lo nuestro
puede funcionar.
—Es comprensible. El sexo puede
hacer que uno confunda las prioridades,
darle sentido a lo que no lo tiene, hacer
que algo parezca especial cuando en
realidad no lo es. Chica lista.
Pedro apretó los dientes. No estaba
seguro de qué respuesta había esperado
de Hernan, pero desde luego no era esa.
—Bueno, y dejando a un lado que tu
mujercita te encuentra absolutamente
«resistible», ¿cómo te trata la vida de
casado?
—Bien, sin muchas sorpresas. Paula
es más reservada de lo que me pareció
la noche que nos conocimos, y la noto
algo obsesionada con asegurarse de que
sé en lo que me estoy metiendo. Me
enumera los defectos que tiene porque
dice que no quiere arriesgarse a que me
tope de repente con algo que luego se
convierta en causa de divorcio.
Hernan se quedó callado unos segundos,
y cuando volvió a hablar ya no tenía ese
tono de guasa.
—¿Causa de divorcio?
—Son tonterías sin importancia —lo
tranquilizó Pedro—, pequeñas rarezas
de esas que tenemos todos.
A él por lo menos le daba igual que
no fuera la mejor de las cocineras o que
tuviera una cierta tendencia a
entusiasmarse demasiado cuando se
aficionaba a algo.
—Me hace reír, me siento a gusto
cuando estamos juntos, y siento que
puedo hablar con ella de cualquier cosa
—le dijo a Hernan.
Sin embargo, aunque había
conseguido que le diese una oportunidad
a su matrimonio, sabía que no era cosa
hecha ni mucho menos que accediese a
permanecer a su lado después de esos
tres meses.
—Bueno, me alegra que hayas
encontrado a una mujer con la que
puedes hablar. Sé que siempre habías
querido un matrimonio que se pareciese
más a una fusión empresarial que a un
matrimonio, y después de lo de Carla...
—Oye, estoy a punto de entrar en casa
—lo interrumpió Pedro, aminorando la
velocidad al acercarse a la verja—.
Hora de enfrentarme a un nuevo asalto
con mi mujercita —bromeó.
—Lo capto —contestó Hernan riéndose
—. Pues nada, buena suerte. Me parece
que la vas a necesitar.

CAPITULO 23



Paula se despertó con los rítmicos
latidos del corazón de Pedro bajó su
oído, con el peso de su brazo en torno a
su cintura, y un torbellino de
pensamientos.
Después de dos días en Denver
durante los que no habían parado un
momento, por fin habían acabado de
empaquetar todo lo necesario en su
apartamento.
Se habían reído muchísimo mientras
negociaban las condiciones de esos tres
meses: si dormirían juntos o no, los
viajes y obligaciones sociales, los
compromisos profesionales de cada
uno...
Con tanto que planear, hasta
medianoche no habían llegado a la casa
de Pedro en San Diego, y unos cinco
minutos después habían caído rendidos
en la cama.
Soñolienta, parpadeó para acabar de
despertarse, y una sonrisa tonta se
dibujó en sus labios cuando de
improviso acudió a su mente la frase
«hoy es el primer día del resto de tu
vida».
Se bajó de la cama con cuidado de no
despertar a Pedro, bajó las escaleras, y
fue encendiendo las luces por donde
pasaba para familiarizarse con la casa y
tomando nota de los detalles que
pudiesen darle pistas sobre el hombre
con el que se había casado.
Entonces, sin saber por qué, recordó
lo que le había dicho su madre al
despedirse de ella cuando la había
llamado por teléfono el día anterior:
«Pues vas a tener que espabilarte y
esforzarte más si no quieres perder a
este...».
Paula sacudió la cabeza. Su madre...
¡siempre igual!, pensó con un suspiro. A
través de las puertas acristaladas del
salón se veía que la oscuridad de la
noche se estaba diluyendo en la claridad
del amanecer. Las palmeras se
recortaban en la distancia y las olas
acariciaban la tranquila playa.
Dio un paso hacia allí, queriendo
apartar de su mente las palabras de su
madre y los recuerdos que habían
arrastrado consigo, perderse en aquella
belleza que estaba destapando la salida
del sol, pero los fantasmas del pasado
ya se habían apoderado de ella.
Recordó a todos los «papás» que
habían pasado por su vida, aquellos
hombres por los que su madre, Alejandra 
había estado dispuesta a hacer lo
que fuera y a ser lo que creía que ellos
esperaban que fuera con tal de
mantenerlos a su lado.
Recordó los cambios en la
personalidad de su madre y en sus metas
habían anunciado cada vez la llegada de
un hombre nuevo a su vida.
Recordó su determinación de no
encariñarse demasiado con ninguno, por
muy simpático o divertido que fuera,
porque aquellas relaciones de su madre
nunca duraban demasiado.
Su madre creía que si se esforzaba lo
suficiente, si hacía lo indecible, no la
dejarían, pero todos habían acabado
dejándola. Eugenio, Carlos, Pablo, Ruben,
Sergio, José y Dario. Siete maridos que
habían entrado y salido de su vida, y su
madre todavía no había comprendido
que una relación dependía de dos
personas y no solo de una, y que intentar
aferrarse a un barco que se hundía era
prolongar lo inevitable.
¿Estaría repitiendo los errores de su
madre aunque se había prometido cien
veces que a ella no le pasaría? Se había
casado con un hombre al que acababa de
conocer, un hombre que estaba decidido
a no dejarla escapar.
Pedro decía que le gustaba todo de
ella, pero... ¿y si estaba equivocado? ¿Y
si esa noche por el efecto del alcohol no
había sido ella misma? ¿Y si estaba tan
entusiasmado por que había accedido a
casarse con él que todavía no se hubiese
dado cuenta?
¿Cuánto tardaría en romperse la
burbuja y la viese tal y como era y no
como creía que era? ¿Sería durante esos
tres meses de prueba... o cuando ella
hubiese empezado a hacerse ilusiones?
—Te has levantado temprano.