sábado, 1 de febrero de 2014

CAPITULO 28




Parpadeó y avanzó hacia él antes
siquiera de pensar en refrenar el
impulso. No podía ser él. En todos esos
años, cada vez que había visto a algún
hombre que se le parecía había pensado
que era él y luego no había sido. Pero
esa vez... podría jurar que era él.
Con el corazón latiéndole con fuerza,
sintió que una risa le subía por el pecho.
¿Cómo debería saludarlo? ¿Con un
abrazo?, ¿estrechándole la mano?
¿Debería decirle cuánto lo había echado
de menos?
Tenía que vivir por allí cerca, aunque
sabiendo lo mucho que le gustaba viajar,
tal vez solo estuviese de paso.
Justo cuando estaba alargando el
brazo para tocarle el hombro, él dijo de
repente:
—Eh, cariño, ¿nos llevamos una
tableta de estas de chocolate con
almendras?
Paula se detuvo confundida. Solo
entonces él se giró y se rio sorprendido
antes de dar un paso atrás.
—Oh, perdóneme, señorita. Como no
estaba mirando, he pensado que era mi
hija.
En ese momento apareció una mujer
joven embarazada de bastantes meses,
acariciándose la barriga con una mano
mientras comprobaba la lista de la
compra que llevaba en la otra.
—No deberíamos, papá, pero bueno,
por una tableta tampoco creo que pase
nada.
Pablo asintió y echó una tableta al
carro antes de girar de nuevo la cabeza
hacia Paula, que se había quedado
mirándolo.
No tenía ni idea de quién era, pensó
Paula. Claro que, ¿por qué iba a
acordarse de ella? La última vez que la
había visto solo era una chiquilla.
—Pablo, soy Paula, Paula Chaves.
Bueno, era Paula Chaves hasta hace poco;
me he casado. Mi apellido de casada es
Alfonso.
Notó que se le subían los colores a la
cara por el placer que suponía para ella
poder decirle que se había casado. ¡Y
pensar que podría presentarle a Pedro!
Seguro que se caerían bien. Hasta ese
momento no se le había ocurrido, pero
la verdad era que había muchas cosas en
las que se parecían.
Sin embargo, toda esa emoción se
frenó en seco cuando vio a Pablo fruncir
el ceño, como si no la recordara.
—¿Paula... Chaves? —giró la cabeza
hacia su hija, que estaba observándoles
con una sonrisa amable, y chasqueó los
dedos antes de volver a mirar a Paula
—. ¡Ah!, la chica del banco, ¿no?



De acuerdo, sí, estaba buscando pelea,
admitió Pedro para sus adentros. Al
subir con el coche hacia la casa sintió la
misma tensión en la espalda y el cuello
que cuando iba a comenzar una dura
negociación en su trabajo.Estaba
deseando ver a su esposa y que
ocurriese algo, lo que fuera.
No había vuelto a someterlo a más
«pruebas», pero se había incrementado
el distanciamiento  emocional, las
miradas de recelo y especulativas
cuando pensaba que no la estaba
mirando... y a veces hasta cuando sabía
que la estaba mirando. Aquello iba a
estallar de un momento a otro.
Lo que no se esperaba era
encontrarse, al cruzar la verja y ver la
puerta del garaje abierta, el coche de
Paula aparcado allí con ella sentada
dentro. Alarmado, paró el coche, se
bajó, y se dirigió hacia allí. Algo no iba
bien.
Al entrar en el garaje rodeó el coche
para ir junto a su ventanilla, y se paró en
seco al ver su expresión desolada y sus
mejillas surcadas por regueros de
lágrimas. Por primera vez desde el día
en que se habían conocido, vio en
Paula algo distinto: bajo su aparente
fortaleza había fragilidad, algo que sin
duda no dejaba entrever muy a menudo,
pero que en ese momento no podía
ocultar.

CAPITULO 27


Ella se quedó mirándolo recelosa y
apretó los labios, como preparándose
para una discusión. Y hacía bien en
prepararse, pensó Pedro, porque tenía
que dejarle algunas cosas bien claritas.
Dio un paso hacia ella, apartando de su
mente esas murallas defensivas que ella
había ido levantando en torno a sí, y
también la apestosa mascarilla y las
demás pruebas a las que lo había
sometido, hasta que solo vio delante a la
mujer que lo había fascinado desde el
instante en que se habían conocido.
—Sé lo que quiero, Paula —dijo
mirándola a los ojos.
Ella dio un paso atrás, como
queriendo alejarse de él, pero se topó
con la encimera y espiró temblorosa por
la boca.
—Y si crees que la amenaza de una
mascarilla maloliente o cualquier otra
cosa parecida va a evitar que me cobre
mi beso... —le acarició la oreja y metió
tras ella un mechón, para luego dejar
que sus dedos descendieran por el
cuello de Paula. Se inclinó, y le susurró
—: te equivocas.
Paula parpadeó y abrió la boca para
decir algo, pero antes de que pudiera
decir nada, sus labios descendieron
sobre los de ella.

De acuerdo, aquello no había ido
como había planeado, pensó Paula.
Jadeante y temblorosa por el deseo
insatisfecho, se bajó de la encimera y
siguió con la mirada a Pedro, que
estaba saliendo de la cocina... ¡e iba
silbando!
Como si se hubiera apuntado una
victoria en vez de estar alejándose con
la cara pringosa de su mascarilla, con la
mitad de los botones de la camisa
arrancados y un bulto más que
sospechoso en la bragueta.
Paula había logrado resistírsele,
aunque le había llevado varios minutos
recobrar el juicio. Y posiblemente había
sido solo porque, en medio del
apasionado beso, cuando él había
despegado sus labios de los de ella para
besarla en el cuello, había abierto los
ojos y había visto reflejado su rostro
verdoso en un bol de metal que había
sobre la isleta central de la cocina. Aun
así, después de un par de intentos
infructuosos porque le faltaba el aliento,
había logrado pronunciar su nombre en
un tono de reproche y unos minutos
después hasta había desenganchado los
tobillos de su espalda y le había pedido
que parara. Y se lo había dicho en serio.
Bueno, más o menos.
Pedro había tomado sus labios una
última vez con un beso que había vuelto
a dejarla sin aliento y luego se había
alejado... silbando.
¡Por favor! ¿Es que ni siquiera
aquella apestosa mascarilla bastaba
para hacer que Pedro se echara atrás?
Era evidente que se había casado con un
peso pesado. Sabía lo que quería y
estaba dispuesto a aguantar lo que fuera
para mantenerla a su lado.
Paula tragó saliva. Pedro le
gustaba, le gustaba de verdad, pero el
hecho de que en ningún momento dejara
entrever la menor vacilación la aterraba.
Porque al negarse a aceptar quién era en
realidad, y reprimir cada una de sus
reacciones, no le estaba dejando ver a
ella tampoco al verdadero Pedro.
Sin embargo, a pesar de todo se sentía
incapaz de decir «esto no va a
funcionar» y marcharse. Por cada
defecto que él le había pasado por alto
había habido un centenar de momentos
en los que le había sido sincero,
momentos tan puros, tan intensos...
Dios..., tenía que tener cuidado; no
quería acabar con el corazón roto otra
vez.

Paula no podía creerse que las cosas
hubiesen llegado a ese punto. Sabía que
lo que más le gustaba para desayunar
eran los gofres con sirope de caramelo.
Y no solo eso; llevaba parada diez
minutos en la sección de congelados,
con un paquete de distinta marca en cada
mano, comparando los ingredientes para
ver cuál podía ser mejor.
Aquello no era bueno, nada bueno.
Por no mencionar lo embarazoso que
era, ahora que se paraba a pensarlo.
«¡Por amor de Dios, no son más que
gofres!», se reprendió, dejando los dos
paquetes.
Sintiéndose como una tonta miró
hacia el final del pasillo, casi esperando
encontrar a un grupo de gente mirándola
y haciendo apuestas por qué marca se
iba a llevar.
Sin embargo, sus ojos se posaron en
una cara conocida, aunque los veinte
años que habían pasado la habían vuelto
ajada, y peinaba ya bastantes canas.
Estaba inclinado sobre una de las
repisas del supermercado, como
buscando algo en particular.

—Pablo... —musitó.