viernes, 31 de enero de 2014

CAPITULO 26



Cuando salió y cerró la puerta tras de
sí, Paula se quedó mirando la pantalla
del ordenador. Se sentía aliviada de que
Pedro hubiese aceptado tan bien
haberla encontrado enfrascada en el
trabajo y vestida de andar por casa, pero
seguía sin poder desechar sus dudas.
Tenía la sensación de que si aquello no
lo había echado para atrás, alguna otra
cosa lo haría. Antes o después ocurriría,
estaba segura.
No quería pensar así porque había
muchas cosas que le gustaban de él, pero
sospechaba de esa calma que mostraba
cuando hacía algo que se suponía que
tendría que irritarle o desagradarle, y se
preguntaba qué podría esconder.
Cierto que tampoco era un crimen
quedarse trabajando hasta tarde, pero es
que era como si no le molestara en
absoluto nada de lo que hiciera o dijera,
como si le resultan indiferentes sus
malos hábitos y sus defectos. Era como
si Pedro estuviese tan empeñado en
demostrarle que aquel matrimonio era
cosa de la providencia, que hubiese
decidido cerrar los ojos a cualquier
cosa que no encajase en la ecuación.
Pero un día ya no sería capaz de seguir
haciéndolo, ¿y qué pasaría entonces?
¡Dios!, quería creer en aquello, en
ellos, pero con tanto en juego necesitaba
que Pedro viese más allá de esa ilusión
de perfección, necesitaba que la viese
tal y como era.

Que te preparó qué? —exclamó Hernan con
incredulidad al otro lado de la línea.
Pedro le estaba contando el último
intento de Paula de «abrirle los ojos» a
una realidad que esperaba que le
causara rechazo. Y había vuelto a fallar.
—Crema de atún con puré de patatas
y guisantes —repitió. Los guisantes eran
de lata, el puré de caja y la crema de
atún congelada. Lo sabía porque Paula
había dejado los envases vacíos a plena
vista en la encimera de la cocina—.
Según parece es uno de los platos
favoritos en su familia y le gusta
prepararlo de vez en cuando.
—¡No fastidies! Parece que va en
serio con lo de intentar que te eches
atrás.
Pedro apretó la mandíbula.
—Pues va a necesitar algo más si
cree que voy a salir huyendo porque no
me gusta lo que cocina.
—¿Y te lo comiste?
—Pues claro que me lo comí —
contestó él, entre  ofendido y
sorprendido de que Hernan le preguntara
eso—; lo había preparado para mí —se
había tomado hasta el último bocado
como si fuera maná caído del cielo.
Luego, sin embargo, se rio entre dientes
y añadió—: Pero tengo que reconocer
que esa porquería gelatinosa... que ni
siquiera Paula se comió, por cierto, es
lo peor que he probado en toda mi vida.
—Yo no podría comerme eso.
Una media hora después, habiendo
dejado aparcada su frustración por
aquellas pruebas a las que lo sometía
Paula, Pedro entraba en la cocina
aflojándose la corbata y
desabrochándose el primer botón de la
camisa. Sus ojos se posaron en el
delicioso trasero en pompa de Paula
que, enfundada en unos leggings, estaba
inclinada mirando algo que tenía en el
horno. Parecía una lasaña, pero, por
cómo olía, a Pedro le dio la sensación
de que se estaba quemando más que un
poco. No..., otra vez no...
—Eh, hola, preciosa —la saludó, un
segundo antes de deslizar las manos por
la suave curva de sus caderas.
Necesitaba recordarse por qué iba a
comerse esa lasaña quemada dentro de
unos momentos, un incentivo.
Paula cerró la puerta del horno antes
de erguirse, y cuando fue a volverse
hacia él Pedro comenzó a decirle:
—¿Qué tal si me das ahora mi beso
de bienve...? ¡Puaj! —exclamó
echándose hacia atrás al verle la cara.
La tenía toda cubierta de un emplasto
verdoso que apestaba.
—Tu beso, ¿eh? —Paula se rio y le
dio unas palmaditas en el pecho—.
Perdona si te he asustado con estas
pintas. Es una mascarilla facial que me
aplico una vez a la semana.
—¿Una vez a la semana? —repitió él.
¿Con lo mal que olía? Se acercó un poco
y tocó la pringosa mejilla de Paula con
el dedo—. ¿Y qué se supone que hace?
Paula se encogió de hombros y se
movió a un lado, apartándose del calor
del horno.
—Eh... bueno, reduce los poros,
elimina impurezas de la piel y deja la
piel más suave. Y le da un aspecto más
joven y más sano.
Umm... La mitad del tiempo que
pasaba con ella no llevaba ningún
maquillaje y estaba preciosa. De hecho,
nunca habría dicho que su piel tuviera la
menor impureza. ¿Sería por esa
mascarilla?
—Interesante —murmuró frotándose
la yema del índice con la del pulgar para
quitarse la pringue del dedo—. ¿Algún
otro secreto de belleza que deba
conocer?
Una sonrisilla asomó a los labios de
Paula, y aunque la reprimió de
inmediato, él ya la había visto, y le
había parecido una sonrisa juguetona,
igual que el brillo en sus ojos.
—No, creo que no —respondió.
Pedro frunció el ceño. De modo que
otra vez estaba poniéndolo a prueba...
Aquello estaba empezando a irritarlo de
verdad. Llevaban tres semanas viviendo
bajo el mismo techo y seguía
obsesionada con que en algún momento
iba a descubrir algo de ella que le
hiciera poner pies en polvorosa.
—Sé lo que estás intentando, Paula.

CAPITULO 25



Pedro cortó la llamada, y momentos
después se bajaba del coche, ansioso
por ver a Paula. Ya no estaría en
pijama como al despedirse de ella esa
mañana. Medio dormida como estaba,
había ronroneado como un gatito cuando
la había besado.
Sin embargo, no pudo evitar fantasear
con que apareciese con el cabello
revuelto, ese pijama de seda, y que se
lanzase a sus brazos y le diese uno de
esos besos que decían: «Estaba
deseando que llegaras». Sí, ya, ¡como
que eso iba a pasar...!
Entró en la casa, cerró la puerta tras
de sí y la llamó con un: «¡Cariño, ya
estoy en casa!».
Solo le respondió el silencio. Soltó
las llaves en la mesita de cristal del
salón y subió las escaleras. El segundo
piso estaba a oscuras e igualmente en
silencio. El tercer piso también. Frunció
el ceño y miró en su móvil por si tenía
algún mensaje de ella. Nada.
No era que fuese una novedad para él
volver a casa y encontrársela vacía,
pero con Paula viviendo allí con él
había esperado... algo distinto.
Y no era que estuviese decepcionado.
Siempre había tenido claro que quería
por esposa a una mujer independiente
que no lo hiciese sentirse culpable por
los horarios que tenía o que estuviese
pegada a él como una lapa. Sin embargo,
tuvo que admitir para sus adentros que
no había esperado que las cosas fueran a
ser así ya, cuando apenas llevaban una
semana casados.
A medio camino por el pasillo a
oscuras Pedro se detuvo frente a la
puerta del estudio, que le había cedido a
Paula como despacho. Por debajo de la
puerta cerrada se veía una rendija de
luz, y al quedarse escuchando oyó un
ruido, como un tecleo. De modo que
estaba allí...
Giró el pomo, abrió lentamente la
puerta, y vio que en el escritorio, de
espaldas a él, estaba sentada Paula con
la mirada fija en la pantalla del
ordenador mientras tecleaba sin cesar.
Estaba vestida con una camiseta y
unos pantalones de chándal, se había
recogido el pelo en una coleta, y no lo
había oído entrar porque tenía unos
auriculares puestos. No podía decirse
que estuviera sexy, pero Pedro no
podía apartar los ojos de ella.
Nunca se habría esperado llegar a
casa y encontrarse una escena así si se
hubiese casado con Carla. Habría estado
toda peripuesta, y al verlo llegar se
habría mostrado atenta y habría iniciado
una charla insustancial, como uno hacía
con los extraños en una fiesta.
Desde el umbral de la puerta, Pedro
se planteó qué hacer, ya que no lo había
oído llegar. Podría entrar y,
aprovechando que estaba distraída,
apartarle la coleta y besarla en el cuello,
en ese punto tan sensible detrás de la
oreja, y luego dejaría que sus labios
siguieran por donde quisieran.
O podría ir a llamar por teléfono para
pedir comida a domicilio, porque con lo
abstraída que estaba en el trabajo seguro
que ni se había acordado de la cena.
Además, cuando reclamara su beso de
«bienvenido a casa» quería tener toda la
atención de Paula. Estaba dándose la
vuelta cuando ella lo llamó a voces, sin
duda porque con los auriculares no se
oía a sí misma.
—¿Pedro?
Él se giró y vio que se había quedado
mirándolo con una expresión confundida
que resultaba adorable. Cuando sonrió y
se señaló la oreja, ella se dio cuenta de
lo que quería decirle y se quitó los
auticulares.
—Eh, hola, preciosa. ¿Qué tal tu día?
Paula debió de tomarse lo de
«preciosa» como una crítica velada,
porque se apresuró a remeterse tras las
orejas los mechones  que habían
escapado de la coleta y a sentarse bien
en la silla.
Y entonces, de repente, ocurrió algo
muy interesante: ese azoramiento se
disipó y Paula apretó la mandíbula,
como si fuera a afrontar un reto.
—Perdona, a veces cuando estoy
trabajando pierdo la noción del tiempo.
A algunas personas les resulta bastante
irritante.
Ah, más revelaciones. En fin, si con
decirle esas cosas se quedaba más
tranquila...
—¿Te queda mucho? Porque estaba
pensando que podría llamar y pedir
comida china.
—¿No te importa? —le preguntó
Paula.
—Pues claro que no; hoy por ti,
mañana por mí —respondió él—. Voy a
llamar y luego me daré una ducha
rápida. Nos vemos abajo cuando
termines.
Al ver a Paula fruncir ligeramente el
ceño, Pedro se detuvo.
—¿Ocurre algo?
—¿No quieres tu beso de «bienvenido
a casa»?
—Ya lo creo que lo quiero —
contestó él con una sonrisa traviesa—,
pero no hasta que tenga toda tu atención.