viernes, 31 de enero de 2014

CAPITULO 25



Pedro cortó la llamada, y momentos
después se bajaba del coche, ansioso
por ver a Paula. Ya no estaría en
pijama como al despedirse de ella esa
mañana. Medio dormida como estaba,
había ronroneado como un gatito cuando
la había besado.
Sin embargo, no pudo evitar fantasear
con que apareciese con el cabello
revuelto, ese pijama de seda, y que se
lanzase a sus brazos y le diese uno de
esos besos que decían: «Estaba
deseando que llegaras». Sí, ya, ¡como
que eso iba a pasar...!
Entró en la casa, cerró la puerta tras
de sí y la llamó con un: «¡Cariño, ya
estoy en casa!».
Solo le respondió el silencio. Soltó
las llaves en la mesita de cristal del
salón y subió las escaleras. El segundo
piso estaba a oscuras e igualmente en
silencio. El tercer piso también. Frunció
el ceño y miró en su móvil por si tenía
algún mensaje de ella. Nada.
No era que fuese una novedad para él
volver a casa y encontrársela vacía,
pero con Paula viviendo allí con él
había esperado... algo distinto.
Y no era que estuviese decepcionado.
Siempre había tenido claro que quería
por esposa a una mujer independiente
que no lo hiciese sentirse culpable por
los horarios que tenía o que estuviese
pegada a él como una lapa. Sin embargo,
tuvo que admitir para sus adentros que
no había esperado que las cosas fueran a
ser así ya, cuando apenas llevaban una
semana casados.
A medio camino por el pasillo a
oscuras Pedro se detuvo frente a la
puerta del estudio, que le había cedido a
Paula como despacho. Por debajo de la
puerta cerrada se veía una rendija de
luz, y al quedarse escuchando oyó un
ruido, como un tecleo. De modo que
estaba allí...
Giró el pomo, abrió lentamente la
puerta, y vio que en el escritorio, de
espaldas a él, estaba sentada Paula con
la mirada fija en la pantalla del
ordenador mientras tecleaba sin cesar.
Estaba vestida con una camiseta y
unos pantalones de chándal, se había
recogido el pelo en una coleta, y no lo
había oído entrar porque tenía unos
auriculares puestos. No podía decirse
que estuviera sexy, pero Pedro no
podía apartar los ojos de ella.
Nunca se habría esperado llegar a
casa y encontrarse una escena así si se
hubiese casado con Carla. Habría estado
toda peripuesta, y al verlo llegar se
habría mostrado atenta y habría iniciado
una charla insustancial, como uno hacía
con los extraños en una fiesta.
Desde el umbral de la puerta, Pedro
se planteó qué hacer, ya que no lo había
oído llegar. Podría entrar y,
aprovechando que estaba distraída,
apartarle la coleta y besarla en el cuello,
en ese punto tan sensible detrás de la
oreja, y luego dejaría que sus labios
siguieran por donde quisieran.
O podría ir a llamar por teléfono para
pedir comida a domicilio, porque con lo
abstraída que estaba en el trabajo seguro
que ni se había acordado de la cena.
Además, cuando reclamara su beso de
«bienvenido a casa» quería tener toda la
atención de Paula. Estaba dándose la
vuelta cuando ella lo llamó a voces, sin
duda porque con los auriculares no se
oía a sí misma.
—¿Pedro?
Él se giró y vio que se había quedado
mirándolo con una expresión confundida
que resultaba adorable. Cuando sonrió y
se señaló la oreja, ella se dio cuenta de
lo que quería decirle y se quitó los
auticulares.
—Eh, hola, preciosa. ¿Qué tal tu día?
Paula debió de tomarse lo de
«preciosa» como una crítica velada,
porque se apresuró a remeterse tras las
orejas los mechones  que habían
escapado de la coleta y a sentarse bien
en la silla.
Y entonces, de repente, ocurrió algo
muy interesante: ese azoramiento se
disipó y Paula apretó la mandíbula,
como si fuera a afrontar un reto.
—Perdona, a veces cuando estoy
trabajando pierdo la noción del tiempo.
A algunas personas les resulta bastante
irritante.
Ah, más revelaciones. En fin, si con
decirle esas cosas se quedaba más
tranquila...
—¿Te queda mucho? Porque estaba
pensando que podría llamar y pedir
comida china.
—¿No te importa? —le preguntó
Paula.
—Pues claro que no; hoy por ti,
mañana por mí —respondió él—. Voy a
llamar y luego me daré una ducha
rápida. Nos vemos abajo cuando
termines.
Al ver a Paula fruncir ligeramente el
ceño, Pedro se detuvo.
—¿Ocurre algo?
—¿No quieres tu beso de «bienvenido
a casa»?
—Ya lo creo que lo quiero —
contestó él con una sonrisa traviesa—,
pero no hasta que tenga toda tu atención.

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