jueves, 23 de enero de 2014

CAPITULO 7

Siete horas antes...



Hasta ese momento, Pedro había
pensado que Paula no podía ser más
adorable que cuando se reía. Sin
embargo, tuvo que admitir que también
le gustaba oír sus grititos de placer y
verla hacer una especie de baile de la
victoria meneando el trasero cuando las
luces de la máquina en la que estaba
jugando se volvieron locas, anunciando
que había ganado.

Habían estado comiendo algo en un
bufé del casino que les había
recomendado un empleado, y Paula
había decidido probar suerte con una de
esas máquinas.

Lo había sorprendido... otra vez.
Hacía un rato, en medio de una
conversación intrascendente, se había
abierto a él, contándole más acerca de sí
misma. Era una romántica en proceso de
curación después de que le hubieran roto
el corazón, una mujer que había creído
en el amor pero que había descubierto
que eso era algo que parecía estar fuera
de su alcance. Lo había aceptado, le
había confesado, porque estaba cansada
de perseguir algo inalcanzable.

Era una belleza con cerebro: una
programadora informática freelance con
confianza en sí misma pero a la vez
modesta, lo que la hacía aún más
atractiva, independiente y sin miedo a
desafiar los convencionalismos para
conseguir lo que quería. Y además era
amable, divertida y sexy.
Pedro, dejándose llevar por un
repentino impulso posesivo, se quitó la
chaqueta, y se la echó a Paula sobre los
hombros. Era absurdo, pero lo volvía
loco el solo pensar que algún otro
hombre pudiese ver ese trasero tan
bonito que tenía.

—Toma, ponte mi chaqueta; con el
aire acondicionado aquí hace un poco de
fresco —le dijo.
—¡No puedo creerlo! —exclamó
Paula volviéndose hacia él—. Nunca
había ganado nada.
Pedro sonrió mientras la ayudaba a
meter los brazos en las mangas. Le
ajustó las solapas, diciéndose que
estaba haciendo aquello solo porque no
quería que Paula se enfriase. Luego, en
vez de dejar que sus manos
permanecieran tan cerca del tentador
escote en v, se dispuso a doblarle los
puños de la chaqueta para que las
mangas no le quedasen tan largas, y no
pudo evitar quedarse admirando sus
finas muñecas.

—Pablo... —murmuró ella,
observando cómo le acariciaba
suavemente con el pulgar la cara interna
de la muñeca.
—Pedro —la corrigió él, sin saber
qué diablos estaba haciendo.
Paula alzó lentamente la vista hasta
sus labios, y se quedó mirándolos como
si quisiese devorarlos. Pedro se
preguntó si tendría idea de lo seductora
que era. Sus ojos se encontraron.
—Pedro —repitió ella en otro
murmullo.

Dios... Le encantaba cómo decía su
nombre. Sobre todo cuando no se
equivocaba y lo llamaba Pablo. Se le
estaba ocurriendo una idea estupenda
para ayudarla a recordarlo: repetición
acompañada de refuerzo positivo, del
tipo que la dejaría sin aliento y la haría
jadear y suplicar. Durante horas.
Podría llevar las cosas un poco más
allá. Había estado flirteando con ella,
pero a pesar de cada cumplido había
mantenido las distancias, y había
evitado el contacto visual cada vez que
le había dicho algo sugerente. Y lo había
hecho porque algo le decía que podían
saltar chispas entre ellos. Sin embargo,
no podía negar que quería más.

Momentos después estaban fuera del
casino, rodeados por las brillantes luces
de la ciudad.
—Fíjate, decías que no tenías suerte y
has dejado secas dos máquinas de esas,
una detrás de otra —le dijo Pedro a
Paula—. Deberíamos volver dentro
para que probaras con otra cosa, como
la ruleta.
Ella dejó escapar un suspiro.
—No creo que sea buena idea; sería
tentar a la suerte. Me contentaré con lo
que he ganado.
—Bueno, ¿qué quieres hacer ahora?,
¿quieres ir a otro sitio? —le preguntó
Pedro, aunque intuía que había llegado
el momento de la despedida.
No quería que la noche acabara, pero
Paula tenía sus planes, después de
todo, y la respetaba por ello. Admiraba
que tuviera claras sus prioridades, y
probablemente eso era en buena parte lo
que hacía que se sintiese tan atraído por
ella.

Paula bajó la vista.
—Lo he pasado muy bien —murmuró
jugueteando con los botones de su
chaqueta, que ya le había devuelto—,
pero debería volver a mi hotel.
—Yo también lo he pasado muy bien,
pero estamos en Las Vegas, la ciudad
que nunca duerme; la noche es joven.
Ella alzó de nuevo la vista a sus ojos.
—Para mí ya es muy tarde —dijo
irguiendo los hombros—, y mañana
tengo un día muy largo por delante.
—La boda de tu prima.
—Sí. Y tengo que inventarme unas
cuantas mentiras sobre nuestra noche
juntos —respondió ella con una sonrisa
traviesa—; tengo que darles a Josefina y a
Sofia algo jugoso para mantenerlas
entretenidas.
—¡Vaya!, ¿vas a mentirles sobre mí?
—Pedro le puso una mano en el hueco
de la espalda para conducirla al borde
de la acera y parar un taxi—. Me siento
halagado.

Paula  esbozó una media sonrisa.
—En realidad, probablemente no lo
haga. Querría poder hacerlo, y sería
estupendo ver sus caras, pero soy
incapaz de mentir.
—¿Así que eres de esas personas que
siempre actúan honradamente?—
inquirió él.
—Supongo que sí —Paula se mordió
el labio inferior y añadió—. No siempre
es lo más conveniente, pero la mayoría
de las veces me evita problemas.
Pues si no dejaba de morderse el
labio no podría hacer nada para evitar
lo que se le estaba pasando a él por la
mente, pensó Pedro.

Paula vio cómo estaba mirándola y
apartó la vista.
—Con mujeres como esa tal Sofia y
esa tal Josefina, yo creo que no decirles
nada sería tan efectivo como decirles
que soy un semental... lo cual, dicho sea
de paso, es la verdad. Deja que las
devore la curiosidad y que especulen.
—¡Oooh...! ¡Eso las volvería locas!
—exclamó Paula llevándose una mano
a la boca y dando saltitos de excitación
—. Estoy segura de que tienen una
imaginación mucho más fértil que la
mía.
—Si necesitas dar rienda suelta a la
tuya, en eso podría ayudarte —se
ofreció él con una sonrisa lobuna.

Las mejillas de Paula se tiñeron de
rubor, y Pedro vio la vacilación en sus
ojos. Estaba seguro de que en ese
momento estaba debatiéndose entre la
tentación de alargar una noche que los
dos habían disfrutado y lo que su
conciencia le aconsejaba.
—No lo dudo —murmuró ella—.
Pero...
—...pero tienes un plan —concluyó
él.
Pedro alzó la cabeza hacia el cielo
nocturno, exhaló un largo suspiro, y
parpadeó cuando bajó la cabeza de
nuevo y sus ojos se posaron en un cartel
de neón. Paula tenía un plan... pero tal
vez esa no fuera la única posibilidad.

Dios... No quería que aquella noche
terminase.Pero si dejaba que se
prolongase solo podía pasar una cosa.
Y, por mucho que la tentase la idea de
dejarse seducir por él, no era así como
vivía su vida.
Tampoco importaba que le pareciese
más un alma gemela que un extraño, o
que nunca fuese a presentársele de
nuevo la oportunidad de olvidarse de
todo y pasarlo bien, como había hecho
esa noche. Si cedía a sus impulsos, al
día siguiente se arrepentiría. Y sería una
lástima después de lo bien que lo habían
pasado, de modo que tragó saliva e hizo
lo que tenía que hacer.

—Sí, tengo un plan —respondió.
Cuando dijo esas palabras sintió un
vacío en su interior, un vacío distinto al
que llevaba sintiendo mucho tiempo.
—Gracias por esta velada tan
maravillosa —añadió.
Los labios de él se curvaron en una de
esas sonrisas enigmáticas.Era tan
tentador... tan tentador...
—Paula, respecto a tu plan... —dijo
Pedro tomándola del codo—, hay una
cosa por la que siento curiosidad.
—¿Qué cosa?
Pedro dejó que sus dedos  se
deslizaran por el brazo de ella y tomó su
mano antes de bajar la vista a sus labios
y murmurar:
—Esto.
Cuando la  besó,en un primer
momento, como no se lo esperaba,
Paula se quedó paralizada por la
impresión. Luego sintió los labios de
Pedro frotándose lentamente contra los
suyos, con una presión suave pero firme,
y un cosquilleo se extendió por todo su
cuerpo.

Oh, sí... Aquel era el broche perfecto
para una noche que no quería que
acabase. Instantes después despegaron
sus labios y su aliento se entremezcló.
—Pablo... —musitó ella.
—Pedro —murmuró él, tan cerca
que ella casi notó la vibración del
sonido en sus labios.
Paula parpadeó, y alzó la vista a sus
ojos.
—¿Qué? —inquirió aturdida.
Él esbozó una media sonrisa.
—Has vuelto a llamarme Pablo.
—Perdona; Pedro —se corrigió
Paula. Exhaló un suspiro y cerró los
ojos un instante, saboreando el momento
—. Ese beso no ha estado nada mal.

Pedro la tomó de la barbilla.
—Solo ha sido un aperitivo de lo que
viene a continuación.
Ella iba a protestar, pero antes de que
pudiera hacerlo o dar un paso atrás,
Pedro tomó sus labios de nuevo como
si se creyese con derecho a hacer con
ellos lo que le placiese. Las manos de
Paula subieron a su camisa como si
tuvieran voluntad propia, y los dedos
estrujaron la tela al tiempo que un
gemido escapa de su boca. Ese segundo
beso fue explosivo, ardiente, como si
fuera a consumirla.
Era la clase de beso que debía
reservarse para la intimidad; la clase de
beso que nunca habría permitido en
medio de la calle. Al cabo de un rato,
cuando Pedro la atrajo hacia sí,
apretándola contra su cálido cuerpo,
dejó de pensar en que no debería estar
dejando que aquello ocurriese.
La destreza de su lengua estaba
haciendo que de repente sintiese que su
boca era un territorio sin explorar.

Nunca había imaginado nada tan
exquisito como cada lenta pasada de la
lengua de Pedro contra la suya. Sus
manos subían y bajaban impacientes por
el torso de él. Quería más; mucho más.
Tal vez se arrepintiera de aquello al
día siguiente, pero estaba segura de que
no tanto como lo haría si se hubiese
marchado en ese momento.
Cuando Pedro se echó hacia atrás,
poniendo fin al beso, a Paula le faltaba
el aliento. Estaba sedienta de más besos,
desesperada.

Se quedaron mirándose a los ojos un
buen rato en un silencio tenso.
—Creo que los dos queremos lo
mismo —murmuró.
Paula asintió temblorosa.
—Pero tendremos que ir a tu hotel —
le susurró—. No podemos ir al mío;
comparto habitación con Josefina y con
Sofia.
Pedro bajó la cabeza y le dio un
largo y lento beso en los labios antes de
decirle al oído:
—Se me ocurre algo mucho mejor.
Y, de repente, sin previo aviso, la
agarró por las caderas y se la subió al
hombro antes de ponerse a andar. Paula
se echó a reír, llamándole cavernícola, y
exigió saber dónde la llevaba.
—Tengo un plan —contestó él
entusiasmado—. Te lo contaré por el
camino; el sitio donde vamos está aquí
mismo.

CAPITULO 6




Nueve horas antes...



—Creo que tu subconsciente está
intentando decirte algo.
Paula sonrió e intentó no reírse
mientras tomaba otro sorbo de su
martini.

—¿Qué?
—Este viaje a Las Vegas —respondió
Pedro—. Tu subconsciente te está
gritando porque hay una necesidad
reprimida en tu interior, está diciéndote
que hagas una locura.

Paula enarcó una ceja y sonrió
divertida.
—O puede que simplemente haya
venido a la boda de mi prima.
—¡Ah, el poder de la autonegación...!
—Olvídalo. Ya te lo he dicho, no voy
a casarme contigo, ni vamos a fugarnos,
así que deja de suplicar.
Pedro se rio. Los dos sabían que lo
que tenía en mente era algo muy distinto;
igual que los dos sabían que no hablaba
en serio.

Además, ahora ya sabía cuáles eran
sus planes. Se había mostrado muy
interesado cuando se los había expuesto,
explicándole por qué había optado por
la inseminación artificial con el semen
de un donante. Pero, en vez de poner
tierra de por medio, había decidido que
lo que necesitaban los dos era un poco
de diversión. Diversión de la sana, de la
que no acarreaba consecuencias
indeseadas. La clase de diversión que
implicaba charlar, flirtear, y beber más
de lo que la prudencia aconsejaba.

Paula se había dejado llevar, y
desde ese momento casi no había podido
dejar de reír, mientras exploraban el
casino y se divertían.
Pedro le puso la palma de la mano
en el hueco de la espalda y la condujo a
las máquinas tragamonedas
—No sé, Paula, me parece que
tratándose de una decisión tan
importante deberías considerar todas las
opciones antes de descartarlas.
—Puede que tengas razón —Paula
señaló con un ademán a su alrededor, y
añadió con una sonrisa traviesa—: Hay
muchos hombres a los que considerar.
Pedro sacudió la cabeza.
—No creo que encuentres al hombre
adecuado aquí, entre estas máquinas
tragamonedas —le dijo—. Un tipo que está
ahí dale y dale a una palanca de treinta
centímetros apunta a que lo hace para
compensar que la tiene muy pequeña.

Paula contuvo la risa a duras penas y
frunció el ceño, fingiendo estar
indignada.
—Apenas nos conocemos... ¿y crees
que iría a por un tipo que se juega el
dinero en una de estas máquinas?
Pedro sonrió.
—Es verdad, debería tener más fe en
ti.
Ella asintió y paseó la mirada por el
casino.
—Las mesas de la ruleta es donde se
concentran los que no son meros
aficionados,¿no crees?—dijo
señalando en esa dirección.
—Me veo obligado a disentir.
Cualquier tipo que se gaste los cuartos
en un juego que se basa solo en la suerte
se engaña a sí mismo. Probablemente
cree en Santa Claus y en las hadas. No
pinta muy bien en lo que se refiere a su
estabilidad mental. No querrás que haya
un alto riesgo de probabilidad de
psicosis en los genes de tu bebé,
¿verdad?
Paula soltó una risita ahogada.
—No, desde luego que no. ¿Cómo
puedo haber estado a punto de cometer
un error así?
—A veces me preocupas —bromeó
él.

Paula no recordaba cuándo había
sido la última vez que se había divertido
tanto, ni a otro tipo con el que se hubiese
sentido así de cómoda nada más
conocerlo.
—Entonces... ¿qué me dices de los
hombres que juegan al blackjack? —
inquirió señalando en esa dirección.
—También se engañan a sí mismos,
creyendo que tienen el control cuando es
un juego de azar. A menos que haga
trampas... en cuyo caso tendrías que
considerar que tal vez sea un
delincuente.

Paula se rio.
—Está bien, está bien... Así que
descartamos a los que juegan a las
máquinas tragamonedas, a la ruleta y al
blackjack. Si ninguno de ellos es el
hombre adecuado, ¿dónde se supone que
debería ir a buscarlo?
Pedro la miró a los ojos y esbozó
una sonrisa arrogante.
—Yo te aconsejaría que evitaras a
todos los hombres que frecuentan esta
clase de sitios y acaban siendo
miembros de Ludópatas Anónimos. Es
evidente que yo soy tu mejor opción.

Paula se echó a reír de nuevo, y el
sonido de su risa hizo que Pedro
sintiera una sensación cálida en el
pecho. Y, luego, cuando esos grandes
ojos azules pestañearon y sus mejillas se
tiñeron de un suave rubor, una fuerte
atracción lo sacudió. Por suerte, ella,
que estaba tomando la copa que acababa
de traerle la camarera, no pareció darse
cuenta.
—Me temo que te va a costar
convencerme de eso —le dijo Paula a
Pedro, antes de tomar un sorbo.
—Bueno, tenemos toda la noche —
contestó él, y tomó un trago de su copa
también.
Paula volvió a reírse. Tenía una risa
adorable que hacía que le brillaran los
ojos.
—¿Sabes qué? —dijo deslizando un
dedo lentamente por una de las solapas
de su chaqueta.
Sus ojos se encontraron, y cuando él
bajó la vista a su boca, Paula se
mordió el labio inferior.
—¿Qué? —inquirió Pedro, alzando
la vista de nuevo.

Permanecieron así un momento,
mirándose a los ojos, hasta que Paula
murmuró distraída:
—Estoy hambrienta.
Él también estaba hambriento, aunque
no precisamente de comida. Se aclaró la
garganta y asintió.
—Pues entonces soy el hombre que
necesitas.



CAPITULO 5



La rubia, de grandes ojos azules,
sonrió vergonzosa.
—Verás, me he dado cuenta de que
estabas a punto de irte, y te estaría muy
agradecida si me dejaras salir de aquí
contigo, como si nos estuviésemos
yendo juntos.
Vaya. Pedro parpadeó.
—¿Solo «como si»? —inquirió
decepcionado.
Ella sonrió de nuevo y se pasó una
mano por el cabello.
—Sí, bueno, es que mis... amigas
vieron que me fijé en ti cuando llegaste
y... en fin, no te imaginas lo pesadas que
han estado todo el tiempo, así que les he
dicho que me acercaría para ver si
estabas interesado con tal de que me
dejen tranquila.
De modo que se había fijado en él...,
pensó Pedro, permitiéndose recorrer su
esbelta figura con la mirada. Sí, no
estaba nada mal,aunque ella lo
reprendiera moviendo el dedo cuando
volvió a alzar la vista a su rostro.
—Ah... ah... de eso nada —le advirtió
—. Mira, eres guapo, pero yo lo que
quiero es salir de aquí.
Él sonrió divertido y al girar la
cabeza vio que sus amigas estaban
mirándolos.
—No son muy sutiles.
La rubia se encogió de hombros.
—No, por lo que sé de ellas no
parece que la palabra «sutil» forme
parte de su vocabulario.
Pedro enarcó una ceja.
—¿Por lo que sabes de ellas? ¿Qué
clase de amigas son?
—En realidad no somos amigas;
hemos venido a Las Vegas como damas
de honor para la boda de una prima mía.
Pero el domingo por la mañana nuestras
obligaciones de damas de honor habrán
terminado y espero no tener más trato
con ellas. Son las mejores amigas de mi
prima; se conocen desde que iban juntas
a la guardería.

Ajá...
—¿Y se están entrometiendo en tu
vida amorosa porque...?
Ella arrugó la nariz y puso los ojos en
blanco.
—¿Hay alguna posibilidad de que me
ayudes a salir de aquí? —le preguntó
impaciente.

Pedro se echó hacia atrás en su
asiento, y le indicó con un ademán el
que Hernan había dejado vacío.
—Si quieres que resulte convincente
deberías sentarte un rato y charlar
conmigo; al menos diez minutos.
La mirada escéptica de ella le dijo
que sospechaba que estaba pensando en
algo más que en ayudarla a zafarse de
sus «amigas». Aunque no se parecía a
las mujeres que solían interesarle,
podría ser justo la clase de diversión
que necesitaba. Además, parecía la
clase de chica que no acostumbraba a
ligar con extraños, un reto, pensó,
sintiéndose cada vez menos apático.

—Vamos, solo diez minutos.
Hablaremos, flirtearemos... Me puedes
tocar el brazo una o dos veces para que
quede más realista.Y yo puedo
remeterte un mechón por detrás de la
oreja. Tus «amigas» se lo tragarán. Y
luego me inclinaré y te susurraré al oído
que nos vayamos de aquí. Quizá podría
decírtelo en un tono que te haga
sonrojarte como una amapola. Tú finges
estar nerviosa y te muestras tímida, pero
dejas que tome tu mano y nos
marchamos.

La expresión de la rubia no tenía
precio. Parecía que la había puesto
nerviosa solo con detallarle el plan.
—Bueno, no sé... —balbució. Tragó
saliva y bajó la vista un instante a sus
labios antes de que volviera a mirarlo a
los ojos—. Suena convincente, supongo.
Pero... ¿qué sacas tú con esto? Algo me
dice que no eres solo un buen
samaritano.

Pedro esbozó una sonrisa lobuna.
—Lo que yo consigo son diez minutos
para intentar convencerte de que me des
veinte. Y luego ya veremos.
Cuando ella sacudió ligeramente la
cabeza, Pedro se sintió aún más
decidido a seducirla. En esos pocos
minutos había estado fantaseando con
cómo sería una sonrisa sensual de
aquella rubia, y el que fuera a hacerle
sudar para conseguir que le diera una
oportunidad no lo hizo darse por
vencido, sino todo lo contrario.

—Quizá sea mejor que lo dejemos
estar y vuelva a mi mesa —dijo ella—.
No soy de esas chicas a las que les van
los ligues de una noche. Y aunque
estuvieses buscando algo más tampoco
estaría interesada.
El tono en que dijo eso último
aumentó la curiosidad de Pedro.
—¿Ah, no? ¿Y eso por qué?
Ella abrió la boca para responder,
pero la cerró de inmediato, y después de
carraspear dijo:
—Perdona, pero es algo un poco...
demasiado personal para una primera
cita fingida que ni siquiera es una cita.
Pedro sonrió y encogió un hombro.
—Bueno, ¿y por qué no hacemos que
sea una cita, aunque sea fingida? Ya que
estamos fingiendo, incluso podríamos
tener una segunda y una tercera cita, que
es cuando empieza lo bueno.

Los labios de ella se curvaron en una
sonrisa antes de que se echara a reír.
—En serio, ¿por qué no puedes
responder a mi pregunta?
Ella sacudió la cabeza, y Pedro vio
que estaba a punto de levantarse. No
podía dejar que se fuera así después de
que se hubiera armado de valor para
acercarse a su mesa.

—Espera, te acompañaré hasta la
salida —le ofreció, pero ella volvió a
sacudir la cabeza y sonrió.
—Gracias; me las apañaré para
soportar las pullas de mis «amigas»
hasta que se cansen y nos vayamos.
—Como quieras. Por cierto, ya es un
poco tarde para presentarnos, pero me
llamo Pedro —dijo él tendiéndole la
mano.
—Yo Paula—contestó ella
estrechándosela.
Justo en ese momento algo de color
fucsia apareció volando y cayó sobre el
regazo de Pedro. Soltó la mano de
Paula y al levantar aquella cosa fucsia
con las dos manos vio que era una
camiseta. Lo que tenía escrito con letras
mayúsculas le hizo parpadear.
—Pero ¿qué...?
Unas cuantas mesas más allá se
oyeron las voces de las otras dos damas
de honor. Miró a Paula a los ojos y le
dijo:
—Ahora no es solo que sienta
curiosidad, es que necesito saberlo.

Paula escrutó su rostro en silencio,
como si estuvieran pasando mil
pensamientos por su mente, antes de
claudicar con un suspiro.
—Está bien, Pablo.
—Pedro —la corrigió él.
Paula tragó saliva.
—Pedro. Es verdad, perdona. De
acuerdo, ahí va...

CAPITULO 4


Era alto, moreno, y guapo en el
sentido más tradicional de la palabra:
anchos hombros, atlético... La simetría
de sus facciones era tan perfecta que
habría sido un rostro casi anodino de no
ser por la boca.

Tenía una sonrisa seductora de truhán,
de esas en las que solo la mitad de la
boca se molesta en sonreír. Era la clase
de sonrisa que hacía que una mujer
perdiese el norte intentando desentrañar
los misterios que escondía.
Pero Paula ya estaba escarmentada,
y apartó la vista de la mesa en la que el
tipo se sentó con un amigo, o socio, o lo
que fuera, y giró de nuevo la cabeza
hacia Sofia  y Josefina... que estaban
mirándola fijamente.

Sofia  se inclinó hacia delante,
apoyando los codos en la mesa.
—¿Buscando un espécimen con los
genes apropiados para que haga de
donante, Paula? —le preguntó con una
sonrisa burlona y una ceja enarcada—.
Ese que ha pasado, ¿te parece que
podría dar la talla?

Josefina entornó los ojos.
—El traje que lleva le queda
demasiado bien; tiene que ser hecho a
medida —murmuró—. Y mira ese
reloj, y los gemelos... Ese tipo es un
buen partido, está claro. Paula, deprisa,
cruza las piernas y súbete un poco la
falda del vestido para enseñar muslo.
Sofia, haz que mire hacia aquí.
Paula abrió la boca para protestar,
pero Sofia era una mujer de acción y no
se hizo de rogar.

—¡Vaya,Paula !—exclamó—.
¡Sabía que eras gimnasta, pero no tenía
ni idea de que alguien pudiera hacer eso
con las piernas! —luego esbozó una
sonrisa insolente y se cruzó de brazos,
echándose hacia atrás en su asiento—.
No hace falta que me des las gracias.
Josefina y ella se echaron a reír, y
Paula  se puso roja como una amapola y
bajó la vista a la mesa deseando que se
la tragara la tierra, o que su vaso vacío
se rellenase solo por arte de magia.

—Puede que ahora no lo veas así,
pero estás mejor sin ella.
Irritado, Pedro Alfonso se irguió en su
asiento y removió el whisky con hielo
de su vaso con un giro de muñeca
mientras escuchaba a su mejor amigo,
Hernan Paz, al que conocía desde hacía
años.
—Ya. Intentaré recordármelo.
—Carla y tú llevabais casi un año
juntos; es normal que estés dolido.
¿Dolido? Pedro apretó la mandíbula.
Aquello no era lo que había esperado
cuando Hernan lo había convencido de ir a
Las Vegas esa noche para que se
olvidara de todo.

—Sería un golpe al ego de cualquier
hombre —continuó Hernan—, y con un ego
como el tuyo...
Pedro resopló molesto.
—Si vamos a hablar de egos, tú
tampoco te quedas corto.
—Sí, bueno, de acuerdo. Lo único
que estoy diciendo es que hace dos
semanas estabas dispuesto a casarte con
ella, así que no me creo que el hecho de
que te haya dejado te dé igual, como
intentas hacer ver.
Pedro sonrió.
—Estoy bien, Hernan, en serio. Carla era
una chica estupenda, pero cuando me
dijo lo que tenía que decirme... me sentí
más aliviado que otra cosa.

Por el gruñido que soltó Hernan era
evidente que no se lo tragaba. Y, bueno,
hasta cierto punto podía ser que tuviera
razón, pero no en el sentido que
imaginaba.

No estaba destrozado porque se
hubiese acabado su relación. No podía
estarlo porque no había dejado que su
corazón pasara a ser parte de la
ecuación. Podía parecer cruel, pero era
la verdad. Y era algo que Carla había
entendido desde el principio.
Lo del amor no iba con él. Conocía
demasiado bien lo destructivo que podía
llegar a ser,porque lo había
experimentado en sus propias carnes.
Lo que él quería era formar una
familia. La clase de familia de la que él
no había podido formar parte, aunque
era lo que siempre había deseado. La
clase de familia de la que su padre no le
había considerado digno de formar parte
porque era un hijo bastardo.

Había muchas cosas sin las que había
pasado en su infancia, cosas que se
había volcado en conseguir ya de adulto:
dinero, respeto, su propia casa... y el
próspero negocio que dirigía con mano
férrea.
Sin embargo, para formar una familia
necesitaba una compañera. Creía
haberla encontrado en Carla, que tenía
estudios, pertenecía a una buena familia,
era una mujer con la cabeza en su sitio y
no tenía esa dependencia emocional que
mostraban otras mujeres. Parecía la
elección perfecta. O eso había pensado
hasta el día en que, cuando estaban
comiendo, había doblado su servilleta,
la había dejado junto al plato, y le había
dicho sin alterarse que quería un
matrimonio basado en algo más que lo
que había entre ellos. Había pensado
que podría conformarse con lo que él le
ofrecía, pero se había dado cuenta de
que no.

Él lo había aceptado. La honraba que
hubiese tenido el buen juicio de
decírselo a tiempo,antes de que
pronunciaran sus votos.
De modo que no, no le había roto el
corazón. ¿Que si estaba decepcionado?
Pues sí. Pero se sentía inmensamente
aliviado de no haberse casado con ella.

—Creo que te sientes solo, que estás
triste —continuó diciendo Hernan.
Pedro apuró su copa y notó como el
alcohol le quemaba la garganta y ese
calor descendía hacia su estómago.
Necesitaba otra copa.
—Recuerda que hay otros peces en el
mar —añadió Hernan.
¿Dónde estaría la camarera?
—Como las tres chicas de esa mesa,
sin ir más lejos. ¿No las has oído?
Parece que una de ella es una gimnasta.
Seguro que es muy flexible en la cama
—dijo Hernan con una sonrisa lobuna.
Pedro enarcó una ceja y giró un
poco la cabeza.
—¿Cuál de ellas?
Pedro se rio.
—No lo sé; lo he dicho para
asegurarme de que estabas
escuchándome. Me preocupo por ti, tío.

Pedro lo sabía. La amistad de Hernan
había sido la única constante en su vida
desde el día en que había dejado atrás la
pobreza entre la que se había criado y
había sido enviado al internado más
exclusivo de la costa este a los trece
años. El ser un hijo ilegítimo lo había
convertido en un chiquillo resentido, y
Hernan había tenido la mala suerte de que le
tocara como compañero de cuarto. No le
había dado muchos motivos para caerle
bien, pero por alguna razón le había
caído bien, y se habían hecho amigos.

—Lo sé —dijo esbozando una sonrisa
—. Bueno, ¿dónde está esa gimnasta?
Dos rondas y unos cuarenta minutos
después, Pedro se había quedado solo
en la mesa porque Hernan, que había estado
flirteando con la camarera, había
acabado desapareciendo con ella.
Se sacó la cartera del bolsillo, dejó
unos cuantos billetes en la mesa y puso
su vaso vacío encima. Todavía quedaba
mucha noche por delante, y no tenía
ganas de volver a casa. Podría ir a una
de las mesas en las que estaban jugando
a las cartas, o comer algo, o buscar
compañía. O no. Estaba de lo más apático y...
—Disculpe.
Pedro alzó la vista, pensando que
sería una camarera que se había
acercado a recoger y limpiar su mesa,
pero en vez de eso se encontró con la
rubia que estaba con dos amigas en otra
mesa, la que Hernan creía que era gimnasta.
A juzgar por su estatura y la curvilínea
figura enfundada en vestido corto azul
oscuro, no parecía una gimnasta. No
estaba nada mal.
—Hola —la saludó—. ¿Puedo hacer
algo por ti?