jueves, 23 de enero de 2014
CAPITULO 4
Era alto, moreno, y guapo en el
sentido más tradicional de la palabra:
anchos hombros, atlético... La simetría
de sus facciones era tan perfecta que
habría sido un rostro casi anodino de no
ser por la boca.
Tenía una sonrisa seductora de truhán,
de esas en las que solo la mitad de la
boca se molesta en sonreír. Era la clase
de sonrisa que hacía que una mujer
perdiese el norte intentando desentrañar
los misterios que escondía.
Pero Paula ya estaba escarmentada,
y apartó la vista de la mesa en la que el
tipo se sentó con un amigo, o socio, o lo
que fuera, y giró de nuevo la cabeza
hacia Sofia y Josefina... que estaban
mirándola fijamente.
Sofia se inclinó hacia delante,
apoyando los codos en la mesa.
—¿Buscando un espécimen con los
genes apropiados para que haga de
donante, Paula? —le preguntó con una
sonrisa burlona y una ceja enarcada—.
Ese que ha pasado, ¿te parece que
podría dar la talla?
Josefina entornó los ojos.
—El traje que lleva le queda
demasiado bien; tiene que ser hecho a
medida —murmuró—. Y mira ese
reloj, y los gemelos... Ese tipo es un
buen partido, está claro. Paula, deprisa,
cruza las piernas y súbete un poco la
falda del vestido para enseñar muslo.
Sofia, haz que mire hacia aquí.
Paula abrió la boca para protestar,
pero Sofia era una mujer de acción y no
se hizo de rogar.
—¡Vaya,Paula !—exclamó—.
¡Sabía que eras gimnasta, pero no tenía
ni idea de que alguien pudiera hacer eso
con las piernas! —luego esbozó una
sonrisa insolente y se cruzó de brazos,
echándose hacia atrás en su asiento—.
No hace falta que me des las gracias.
Josefina y ella se echaron a reír, y
Paula se puso roja como una amapola y
bajó la vista a la mesa deseando que se
la tragara la tierra, o que su vaso vacío
se rellenase solo por arte de magia.
—Puede que ahora no lo veas así,
pero estás mejor sin ella.
Irritado, Pedro Alfonso se irguió en su
asiento y removió el whisky con hielo
de su vaso con un giro de muñeca
mientras escuchaba a su mejor amigo,
Hernan Paz, al que conocía desde hacía
años.
—Ya. Intentaré recordármelo.
—Carla y tú llevabais casi un año
juntos; es normal que estés dolido.
¿Dolido? Pedro apretó la mandíbula.
Aquello no era lo que había esperado
cuando Hernan lo había convencido de ir a
Las Vegas esa noche para que se
olvidara de todo.
—Sería un golpe al ego de cualquier
hombre —continuó Hernan—, y con un ego
como el tuyo...
Pedro resopló molesto.
—Si vamos a hablar de egos, tú
tampoco te quedas corto.
—Sí, bueno, de acuerdo. Lo único
que estoy diciendo es que hace dos
semanas estabas dispuesto a casarte con
ella, así que no me creo que el hecho de
que te haya dejado te dé igual, como
intentas hacer ver.
Pedro sonrió.
—Estoy bien, Hernan, en serio. Carla era
una chica estupenda, pero cuando me
dijo lo que tenía que decirme... me sentí
más aliviado que otra cosa.
Por el gruñido que soltó Hernan era
evidente que no se lo tragaba. Y, bueno,
hasta cierto punto podía ser que tuviera
razón, pero no en el sentido que
imaginaba.
No estaba destrozado porque se
hubiese acabado su relación. No podía
estarlo porque no había dejado que su
corazón pasara a ser parte de la
ecuación. Podía parecer cruel, pero era
la verdad. Y era algo que Carla había
entendido desde el principio.
Lo del amor no iba con él. Conocía
demasiado bien lo destructivo que podía
llegar a ser,porque lo había
experimentado en sus propias carnes.
Lo que él quería era formar una
familia. La clase de familia de la que él
no había podido formar parte, aunque
era lo que siempre había deseado. La
clase de familia de la que su padre no le
había considerado digno de formar parte
porque era un hijo bastardo.
Había muchas cosas sin las que había
pasado en su infancia, cosas que se
había volcado en conseguir ya de adulto:
dinero, respeto, su propia casa... y el
próspero negocio que dirigía con mano
férrea.
Sin embargo, para formar una familia
necesitaba una compañera. Creía
haberla encontrado en Carla, que tenía
estudios, pertenecía a una buena familia,
era una mujer con la cabeza en su sitio y
no tenía esa dependencia emocional que
mostraban otras mujeres. Parecía la
elección perfecta. O eso había pensado
hasta el día en que, cuando estaban
comiendo, había doblado su servilleta,
la había dejado junto al plato, y le había
dicho sin alterarse que quería un
matrimonio basado en algo más que lo
que había entre ellos. Había pensado
que podría conformarse con lo que él le
ofrecía, pero se había dado cuenta de
que no.
Él lo había aceptado. La honraba que
hubiese tenido el buen juicio de
decírselo a tiempo,antes de que
pronunciaran sus votos.
De modo que no, no le había roto el
corazón. ¿Que si estaba decepcionado?
Pues sí. Pero se sentía inmensamente
aliviado de no haberse casado con ella.
—Creo que te sientes solo, que estás
triste —continuó diciendo Hernan.
Pedro apuró su copa y notó como el
alcohol le quemaba la garganta y ese
calor descendía hacia su estómago.
Necesitaba otra copa.
—Recuerda que hay otros peces en el
mar —añadió Hernan.
¿Dónde estaría la camarera?
—Como las tres chicas de esa mesa,
sin ir más lejos. ¿No las has oído?
Parece que una de ella es una gimnasta.
Seguro que es muy flexible en la cama
—dijo Hernan con una sonrisa lobuna.
Pedro enarcó una ceja y giró un
poco la cabeza.
—¿Cuál de ellas?
Pedro se rio.
—No lo sé; lo he dicho para
asegurarme de que estabas
escuchándome. Me preocupo por ti, tío.
Pedro lo sabía. La amistad de Hernan
había sido la única constante en su vida
desde el día en que había dejado atrás la
pobreza entre la que se había criado y
había sido enviado al internado más
exclusivo de la costa este a los trece
años. El ser un hijo ilegítimo lo había
convertido en un chiquillo resentido, y
Hernan había tenido la mala suerte de que le
tocara como compañero de cuarto. No le
había dado muchos motivos para caerle
bien, pero por alguna razón le había
caído bien, y se habían hecho amigos.
—Lo sé —dijo esbozando una sonrisa
—. Bueno, ¿dónde está esa gimnasta?
Dos rondas y unos cuarenta minutos
después, Pedro se había quedado solo
en la mesa porque Hernan, que había estado
flirteando con la camarera, había
acabado desapareciendo con ella.
Se sacó la cartera del bolsillo, dejó
unos cuantos billetes en la mesa y puso
su vaso vacío encima. Todavía quedaba
mucha noche por delante, y no tenía
ganas de volver a casa. Podría ir a una
de las mesas en las que estaban jugando
a las cartas, o comer algo, o buscar
compañía. O no. Estaba de lo más apático y...
—Disculpe.
Pedro alzó la vista, pensando que
sería una camarera que se había
acercado a recoger y limpiar su mesa,
pero en vez de eso se encontró con la
rubia que estaba con dos amigas en otra
mesa, la que Hernan creía que era gimnasta.
A juzgar por su estatura y la curvilínea
figura enfundada en vestido corto azul
oscuro, no parecía una gimnasta. No
estaba nada mal.
—Hola —la saludó—. ¿Puedo hacer
algo por ti?
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Ayyyyyyyyyy, cómo me gusta esta historia!!!!!!!!!!!!!!!!!
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