jueves, 23 de enero de 2014

CAPITULO 6




Nueve horas antes...



—Creo que tu subconsciente está
intentando decirte algo.
Paula sonrió e intentó no reírse
mientras tomaba otro sorbo de su
martini.

—¿Qué?
—Este viaje a Las Vegas —respondió
Pedro—. Tu subconsciente te está
gritando porque hay una necesidad
reprimida en tu interior, está diciéndote
que hagas una locura.

Paula enarcó una ceja y sonrió
divertida.
—O puede que simplemente haya
venido a la boda de mi prima.
—¡Ah, el poder de la autonegación...!
—Olvídalo. Ya te lo he dicho, no voy
a casarme contigo, ni vamos a fugarnos,
así que deja de suplicar.
Pedro se rio. Los dos sabían que lo
que tenía en mente era algo muy distinto;
igual que los dos sabían que no hablaba
en serio.

Además, ahora ya sabía cuáles eran
sus planes. Se había mostrado muy
interesado cuando se los había expuesto,
explicándole por qué había optado por
la inseminación artificial con el semen
de un donante. Pero, en vez de poner
tierra de por medio, había decidido que
lo que necesitaban los dos era un poco
de diversión. Diversión de la sana, de la
que no acarreaba consecuencias
indeseadas. La clase de diversión que
implicaba charlar, flirtear, y beber más
de lo que la prudencia aconsejaba.

Paula se había dejado llevar, y
desde ese momento casi no había podido
dejar de reír, mientras exploraban el
casino y se divertían.
Pedro le puso la palma de la mano
en el hueco de la espalda y la condujo a
las máquinas tragamonedas
—No sé, Paula, me parece que
tratándose de una decisión tan
importante deberías considerar todas las
opciones antes de descartarlas.
—Puede que tengas razón —Paula
señaló con un ademán a su alrededor, y
añadió con una sonrisa traviesa—: Hay
muchos hombres a los que considerar.
Pedro sacudió la cabeza.
—No creo que encuentres al hombre
adecuado aquí, entre estas máquinas
tragamonedas —le dijo—. Un tipo que está
ahí dale y dale a una palanca de treinta
centímetros apunta a que lo hace para
compensar que la tiene muy pequeña.

Paula contuvo la risa a duras penas y
frunció el ceño, fingiendo estar
indignada.
—Apenas nos conocemos... ¿y crees
que iría a por un tipo que se juega el
dinero en una de estas máquinas?
Pedro sonrió.
—Es verdad, debería tener más fe en
ti.
Ella asintió y paseó la mirada por el
casino.
—Las mesas de la ruleta es donde se
concentran los que no son meros
aficionados,¿no crees?—dijo
señalando en esa dirección.
—Me veo obligado a disentir.
Cualquier tipo que se gaste los cuartos
en un juego que se basa solo en la suerte
se engaña a sí mismo. Probablemente
cree en Santa Claus y en las hadas. No
pinta muy bien en lo que se refiere a su
estabilidad mental. No querrás que haya
un alto riesgo de probabilidad de
psicosis en los genes de tu bebé,
¿verdad?
Paula soltó una risita ahogada.
—No, desde luego que no. ¿Cómo
puedo haber estado a punto de cometer
un error así?
—A veces me preocupas —bromeó
él.

Paula no recordaba cuándo había
sido la última vez que se había divertido
tanto, ni a otro tipo con el que se hubiese
sentido así de cómoda nada más
conocerlo.
—Entonces... ¿qué me dices de los
hombres que juegan al blackjack? —
inquirió señalando en esa dirección.
—También se engañan a sí mismos,
creyendo que tienen el control cuando es
un juego de azar. A menos que haga
trampas... en cuyo caso tendrías que
considerar que tal vez sea un
delincuente.

Paula se rio.
—Está bien, está bien... Así que
descartamos a los que juegan a las
máquinas tragamonedas, a la ruleta y al
blackjack. Si ninguno de ellos es el
hombre adecuado, ¿dónde se supone que
debería ir a buscarlo?
Pedro la miró a los ojos y esbozó
una sonrisa arrogante.
—Yo te aconsejaría que evitaras a
todos los hombres que frecuentan esta
clase de sitios y acaban siendo
miembros de Ludópatas Anónimos. Es
evidente que yo soy tu mejor opción.

Paula se echó a reír de nuevo, y el
sonido de su risa hizo que Pedro
sintiera una sensación cálida en el
pecho. Y, luego, cuando esos grandes
ojos azules pestañearon y sus mejillas se
tiñeron de un suave rubor, una fuerte
atracción lo sacudió. Por suerte, ella,
que estaba tomando la copa que acababa
de traerle la camarera, no pareció darse
cuenta.
—Me temo que te va a costar
convencerme de eso —le dijo Paula a
Pedro, antes de tomar un sorbo.
—Bueno, tenemos toda la noche —
contestó él, y tomó un trago de su copa
también.
Paula volvió a reírse. Tenía una risa
adorable que hacía que le brillaran los
ojos.
—¿Sabes qué? —dijo deslizando un
dedo lentamente por una de las solapas
de su chaqueta.
Sus ojos se encontraron, y cuando él
bajó la vista a su boca, Paula se
mordió el labio inferior.
—¿Qué? —inquirió Pedro, alzando
la vista de nuevo.

Permanecieron así un momento,
mirándose a los ojos, hasta que Paula
murmuró distraída:
—Estoy hambrienta.
Él también estaba hambriento, aunque
no precisamente de comida. Se aclaró la
garganta y asintió.
—Pues entonces soy el hombre que
necesitas.



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