domingo, 26 de enero de 2014

CAPITULO 14


Era increíble que pudiera resultar tan
sexy que un hombre le pusiera a una un
zapato, pensó. De pronto se sentía como
Cenicienta, y aquello no le daba buena
espina. Pedro estaba diciéndole que su
matrimonio se basaría en la sinceridad y
el pragmatismo, pero era demasiado
bueno para ser cierto: su atractivo
físico, su fortuna, esa habilidad para
decir justo lo que quería oír, y sobre
todo ese romanticismo que impregnaba
sus palabras y actos.
—¿Está bien así? —le preguntó
Pedro, tirando un poco de la tira del
zapato.
—Perfecto —respondió ella a
regañadientes.
Como todo lo referente a él, solo que
era imposible: no había nada perfecto ni
nadie que fuera perfecto.
Pedro esbozó una media sonrisa.
—Pues tal y como lo has dicho ha
parecido que no te agrada que esté
«perfecto», y como si no estuvieras
hablando de tu zapato.
—Es que me estás diciendo que este
matrimonio podría funcionar si no
caemos en las fantasías de cuentos de
hadas que se hace la gente, pero ahí
estás, arrodillado delante de mí y
calzándome un zapato como si fuera la
Cenicienta. Todo lo que dices y haces es
como... como una fantasía hecha
realidad, y eso hace que me resulte
difícil imaginar cómo sería la realidad.
Pedro asintió pensativo y depositó
su pie en el suelo.
—Bueno, admito que estoy haciendo
todos los esfuerzos posibles para
conquistarte, pero es natural, porque
quiero convencerte de que puedo ser un
buen marido —tomó el otro pie de
Paula y lo masajeó también—. Pero si
te tranquiliza estoy seguro de que el
príncipe azul no lo hizo como excusa
para tocarle la pierna a su esposa —
añadió con una sonrisa pícara mientras
le ponía el otro zapato. Cuando se lo
hubo abrochado, puso el pie de Paula
en el suelo y sus manos subieron
lentamente por sus pantorrillas—. Y lo
que es más: teniendo en cuenta a quién
van dirigidos esos cuentos, tampoco
creo que se le pasasen por la cabeza los
pensamientos que han pasado por la mía
hace un momento cuando estabas
luchando con la falda del vestido. O eso
espero, porque mis pensamientos no
eran en absoluto apropiados para todos
los públicos.
—¿Ah, no?
Pedro sacudió la cabeza.
—No, más bien rayaban en lo
pornográfico, te lo aseguro.
Pedro... —murmuró ella, como
suplicándole que dejara de atormentarla.
Él se puso serio y le dijo:
—Este matrimonio podría funcionar,
Paula. No tiene nada que ver con los
cuentos de hadas, ni con si mandaríamos
a nuestros hijos a un colegio privado o a
uno público, ni nada de eso. De lo que
se trata aquí es de que conectamos el
uno con el otro, de la sensación de la
que me hablaste anoche de que te sentías
a gusto conmigo, aunque no lo
recuerdes. Yo he tenido esa misma
sensación desde el momento en que nos
conocimos, y sigo teniéndola hoy. Dime
que tú también tienes esa sensación.
—Está bien, sí, yo también la tengo
—admitió ella. Esa conexión estaba ahí;
no podía negarlo.
Pero no estaba segura de que el que
sintiese eso en ese momento significara
que iba a sentirse así toda su vida.
—Es que no sé... —comenzó a decir,
pero al ver el ardiente deseo en los ojos
de él no fue capaz de acabar la frase.
Era el mismo deseo que corría por
sus venas y le enturbiaba la mente. De
pronto quería saber cómo sería que las
grandes y fuertes manos de Pedro
recorrieran su cuerpo. No quería
preocuparse por lo que era juicioso, o
por cuáles serían las consecuencias a
largo plazo; solo sabía que deseba a
aquel hombre cuyas promesas le
parecían demasiado buenas para ser
verdad.
Pedro... —susurró—. Haces que
desee...
No podía decirlo en voz alta. Ni
siquiera podía pensar con claridad. Y
entonces de pronto Pedro se incorporó,
y se inclinó hacia ella apoyando las
manos en el colchón, a ambos lados de
sus caderas. Paula bajó la vista a su
boca, exhaló un suspiro tembloroso, y se
recostó sobre la espalda sin apartar sus
ojos de los de él.
Pedro debió interpretarlo como una
muda invitación, porque hincó una
rodilla en el colchón y luego la otra,
colocándose a horcajadas sobre ella, al
tiempo que cambiaba las manos de sitio,
plantándolas a ambos lados de su
cabeza.
Estaba tan cerca que Paula podía
sentir el calor que irradiaba su cuerpo,
su aliento en la barbilla y el cosquilleo
de su camisa abierta, que le rozaba los
brazos. Aquello era tan sensual, tan
íntimo... ¿cómo podría resistirse? Lo
agarró de la camisa con las dos manos y
tiró de él hacia sí.
Pedro esbozó una sonrisa
enigmática, sacudió la cabeza y se metió
la mano en el bolsillo del pantalón para
sacar el anillo que ella le había
devuelto. Lo deslizó por el brazo de
Paula hasta llegar a la yema del dedo
anular.

CAPITULO 13



Paula enarcó una ceja y sonrió
divertida.
—Vaya. ¿Alguna otra victoria que
consiguiera anoche y no recuerde?
—Pasar la Navidad en casa cada año,
todos juntos.
Ella se quedó mirándolo boquiabierta
y se llevó una mano al pecho.
—¿No te gusta la Navidad? —
inquirió contrayendo el rostro.
—Por favor, borra esa expresión de
tu cara; parece que hubiera atropellado a
un perrito o a un gatito. No odio la
Navidad; lo que pasa es que me parece
que sería una buena época del año para
hacer un viaje en familia a un lugar
exótico y huir del frío. Pero con los
argumentos que me diste a favor de
pasar la Navidad en casa me
convenciste.
¡Caramba, pues sí que...! Un
momento... Paula entornó los ojos de
nuevo.
—Sé lo que estás haciendo... Estás
intentando mostrarte comprensivo y
razonable con todas esas concesiones
para que piense que no podría encontrar
a un marido mejor que tú. ¿Quieres
parar ya?
Pedro sonrió divertido.
—No hasta que no consiga lo que
quiero —murmuró mirándola a los ojos.
Paula sintió que podría perderse en
los suyos, esos fascinantes ojos
oscuros... De hecho, a cada minuto que
pasaba se sentía más atraída por él.
—Y yo soy lo que quieres.
Paula dio un paso hacia ella,
acortando la distancia entre los dos, y
Paula notó el calor que desprendía su
cuerpo. De repente le faltaba el aliento.
Se tambaleó ligeramente al dar un paso
atrás, pero la mano de Pedro se deslizó
por su cintura y la sujetó, atrayéndola
hacia él.
—A ti ya te tengo —le susurró al oído
—. Lo que quiero es que te quedes
conmigo.
Pedro aún no se había abrochado la
camisa del esmoquin cuando Paula
salió del baño ya peinada, maquillada, y
enfundada en su vestido de dama de
honor. Era de color gris plata y la falda
le quedaba medio palmo por encima de
las rodillas, dejando al descubierto sus
torneadas piernas.
Incómoda, Paula se pasó las manos
por las caderas varias veces, como si
con ello fuese a conseguir que el vestido
se alargase unos centímetros más.
—Yo no tuve nada que ver con la
elección de este vestido —le dijo.
—Déjame adivinar... ¿Fue cosa de
esa tal Sofia? —inquirió él recordando
la camiseta de QUIERO UN HIJO TUYO.
Paula esbozó una media sonrisa.
—Es lo que cualquiera se imaginaría,
¿no? Pero la verdad es que no, fue idea
de Josefina. Por no sé qué idea de que este
vestido sería como un amuleto para las
tres, que estamos solteras.
—¿Un amuleto?
—Josefina estaba convencida de que nos
traerían suerte... para encontrar un
marido.
Pedro soltó una carcajada.
—Vaya, pues en tu caso ha
funcionado —respondió—. Y tengo que
decir que me alegra que hayas decidido
llevarme como acompañante a la boda,
porque me habría costado mucho dejarte
ir sola.
Las mejillas de Paula se tiñeron de
un ligero rubor, y una pequeña sonrisa
asomó a sus labios.
—¿No me digas que eres celoso?
—Más bien posesivo —al ver el
placer que reflejaron los ojos de ella
cuando dijo eso, Pedro añadió—: Pero
solo cuando algo es muy importante para
mí.
Paula se mordió el labio, le dio la
espalda, y se puso a juguetear con los
gemelos que él había dejado sobre la
cómoda. Sin embargo, el recogido que
llevaba no ocultaba el rubor que se
había extendido al cuello y las orejas, y
Pedro no pudo reprimir la satisfacción
que sintió de saber que él era el
responsable.
Cuando hubo recobrado la
compostura, Paula se volvió de nuevo
hacia él.
—Debería ponerme ya los zapatos —
murmuró—. Y tú...
Se agachó para alcanzar el par de
zapatos de tacón, que estaban junto a la
pared, pero al hacerlo se le levantó la
falda del vestido. Se irguió para tirarse
del dobladillo, pero al agacharse de
nuevo se le volvió a levantar. Mientras
la veía erguirse de nuevo,Pedro le dio
las gracias mentalmente a Josefina por
haberlo elegido, y Paula carraspeó
azorada.
—Y tú deberías terminar de vestirte
—acabó de decir—. Dentro de nada
tendremos que irnos.
—Lo sé —murmuró él distraído, sin
poder apartar los ojos de ella.
Paula debió de darse cuenta, porque
le lanzó una mirada furiosa antes de
echarse a reír.
—Esto es ridículo; deja de mirarme
para que pueda recoger los zapatos del
suelo.
—Está bien, perdona, tienes razón,
me estoy portando como un adolescente
—respondió Pedro sin poder reprimir
una sonrisilla.
—Ya, ya veo que lo sientes —
contestó ella riéndose, pero se le cortó
la risa cuando Pedro se acercó y le
puso las manos en las caderas.
Aunque Paula se quedó mirándolo
con los ojos como platos no lo apartó, y
Pedro la hizo retroceder hasta la cama.
—¿Por qué no te sientas? —le dijo—.
Yo te pondré los zapatos.
Paula se sentó al borde de la cama,
con mariposas en el estómago porque
aún notaba la sensación de las manos de
Pedro en sus caderas. No debería
haberle dejado hacer aquello, pero por
algún motivo no reaccionaba ante él
como lo haría ante un extraño. Era como
si su cuerpo lo recordara aunque su
mente no recordase la noche anterior.
Lo deseaba, deseaba a aquel hombre
tan sexy que tenía delante: descalzo,
vestido con unos pantalones negros y la
camisa abierta.
Pedro recogió los zapatos del suelo
y se arrodilló frente a ella. Tomó su pie
derecho y lo levantó.
—¿Te duelen los pies? —le preguntó
masajeándole la planta con el pulgar—.
Anoche vinimos andando hasta aquí
porque insististe en que no querías tomar
un taxi, y no sé cómo podéis aguantar las
mujeres los zapatos de tacón.
Paula se quedó mirando y se limitó a
sacudir ligeramente la cabeza, absorta
en lo íntimo que resultaba aquel masaje
y lo agradable que era.
—Bien —murmuró Pedro.
Sus ojos se encontraron cuando tomó
un zapato, deslizó la punta sobre los
dedos de sus pies, se lo ajustó al talón, y
le acarició suavemente el tobillo con el
pulgar. Paula contuvo el aliento
mientras pasaba la delicada tira del
zapato por la pequeña hebilla.