domingo, 26 de enero de 2014

CAPITULO 13



Paula enarcó una ceja y sonrió
divertida.
—Vaya. ¿Alguna otra victoria que
consiguiera anoche y no recuerde?
—Pasar la Navidad en casa cada año,
todos juntos.
Ella se quedó mirándolo boquiabierta
y se llevó una mano al pecho.
—¿No te gusta la Navidad? —
inquirió contrayendo el rostro.
—Por favor, borra esa expresión de
tu cara; parece que hubiera atropellado a
un perrito o a un gatito. No odio la
Navidad; lo que pasa es que me parece
que sería una buena época del año para
hacer un viaje en familia a un lugar
exótico y huir del frío. Pero con los
argumentos que me diste a favor de
pasar la Navidad en casa me
convenciste.
¡Caramba, pues sí que...! Un
momento... Paula entornó los ojos de
nuevo.
—Sé lo que estás haciendo... Estás
intentando mostrarte comprensivo y
razonable con todas esas concesiones
para que piense que no podría encontrar
a un marido mejor que tú. ¿Quieres
parar ya?
Pedro sonrió divertido.
—No hasta que no consiga lo que
quiero —murmuró mirándola a los ojos.
Paula sintió que podría perderse en
los suyos, esos fascinantes ojos
oscuros... De hecho, a cada minuto que
pasaba se sentía más atraída por él.
—Y yo soy lo que quieres.
Paula dio un paso hacia ella,
acortando la distancia entre los dos, y
Paula notó el calor que desprendía su
cuerpo. De repente le faltaba el aliento.
Se tambaleó ligeramente al dar un paso
atrás, pero la mano de Pedro se deslizó
por su cintura y la sujetó, atrayéndola
hacia él.
—A ti ya te tengo —le susurró al oído
—. Lo que quiero es que te quedes
conmigo.
Pedro aún no se había abrochado la
camisa del esmoquin cuando Paula
salió del baño ya peinada, maquillada, y
enfundada en su vestido de dama de
honor. Era de color gris plata y la falda
le quedaba medio palmo por encima de
las rodillas, dejando al descubierto sus
torneadas piernas.
Incómoda, Paula se pasó las manos
por las caderas varias veces, como si
con ello fuese a conseguir que el vestido
se alargase unos centímetros más.
—Yo no tuve nada que ver con la
elección de este vestido —le dijo.
—Déjame adivinar... ¿Fue cosa de
esa tal Sofia? —inquirió él recordando
la camiseta de QUIERO UN HIJO TUYO.
Paula esbozó una media sonrisa.
—Es lo que cualquiera se imaginaría,
¿no? Pero la verdad es que no, fue idea
de Josefina. Por no sé qué idea de que este
vestido sería como un amuleto para las
tres, que estamos solteras.
—¿Un amuleto?
—Josefina estaba convencida de que nos
traerían suerte... para encontrar un
marido.
Pedro soltó una carcajada.
—Vaya, pues en tu caso ha
funcionado —respondió—. Y tengo que
decir que me alegra que hayas decidido
llevarme como acompañante a la boda,
porque me habría costado mucho dejarte
ir sola.
Las mejillas de Paula se tiñeron de
un ligero rubor, y una pequeña sonrisa
asomó a sus labios.
—¿No me digas que eres celoso?
—Más bien posesivo —al ver el
placer que reflejaron los ojos de ella
cuando dijo eso, Pedro añadió—: Pero
solo cuando algo es muy importante para
mí.
Paula se mordió el labio, le dio la
espalda, y se puso a juguetear con los
gemelos que él había dejado sobre la
cómoda. Sin embargo, el recogido que
llevaba no ocultaba el rubor que se
había extendido al cuello y las orejas, y
Pedro no pudo reprimir la satisfacción
que sintió de saber que él era el
responsable.
Cuando hubo recobrado la
compostura, Paula se volvió de nuevo
hacia él.
—Debería ponerme ya los zapatos —
murmuró—. Y tú...
Se agachó para alcanzar el par de
zapatos de tacón, que estaban junto a la
pared, pero al hacerlo se le levantó la
falda del vestido. Se irguió para tirarse
del dobladillo, pero al agacharse de
nuevo se le volvió a levantar. Mientras
la veía erguirse de nuevo,Pedro le dio
las gracias mentalmente a Josefina por
haberlo elegido, y Paula carraspeó
azorada.
—Y tú deberías terminar de vestirte
—acabó de decir—. Dentro de nada
tendremos que irnos.
—Lo sé —murmuró él distraído, sin
poder apartar los ojos de ella.
Paula debió de darse cuenta, porque
le lanzó una mirada furiosa antes de
echarse a reír.
—Esto es ridículo; deja de mirarme
para que pueda recoger los zapatos del
suelo.
—Está bien, perdona, tienes razón,
me estoy portando como un adolescente
—respondió Pedro sin poder reprimir
una sonrisilla.
—Ya, ya veo que lo sientes —
contestó ella riéndose, pero se le cortó
la risa cuando Pedro se acercó y le
puso las manos en las caderas.
Aunque Paula se quedó mirándolo
con los ojos como platos no lo apartó, y
Pedro la hizo retroceder hasta la cama.
—¿Por qué no te sientas? —le dijo—.
Yo te pondré los zapatos.
Paula se sentó al borde de la cama,
con mariposas en el estómago porque
aún notaba la sensación de las manos de
Pedro en sus caderas. No debería
haberle dejado hacer aquello, pero por
algún motivo no reaccionaba ante él
como lo haría ante un extraño. Era como
si su cuerpo lo recordara aunque su
mente no recordase la noche anterior.
Lo deseaba, deseaba a aquel hombre
tan sexy que tenía delante: descalzo,
vestido con unos pantalones negros y la
camisa abierta.
Pedro recogió los zapatos del suelo
y se arrodilló frente a ella. Tomó su pie
derecho y lo levantó.
—¿Te duelen los pies? —le preguntó
masajeándole la planta con el pulgar—.
Anoche vinimos andando hasta aquí
porque insististe en que no querías tomar
un taxi, y no sé cómo podéis aguantar las
mujeres los zapatos de tacón.
Paula se quedó mirando y se limitó a
sacudir ligeramente la cabeza, absorta
en lo íntimo que resultaba aquel masaje
y lo agradable que era.
—Bien —murmuró Pedro.
Sus ojos se encontraron cuando tomó
un zapato, deslizó la punta sobre los
dedos de sus pies, se lo ajustó al talón, y
le acarició suavemente el tobillo con el
pulgar. Paula contuvo el aliento
mientras pasaba la delicada tira del
zapato por la pequeña hebilla.

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