viernes, 31 de enero de 2014

CAPITULO 26



Cuando salió y cerró la puerta tras de
sí, Paula se quedó mirando la pantalla
del ordenador. Se sentía aliviada de que
Pedro hubiese aceptado tan bien
haberla encontrado enfrascada en el
trabajo y vestida de andar por casa, pero
seguía sin poder desechar sus dudas.
Tenía la sensación de que si aquello no
lo había echado para atrás, alguna otra
cosa lo haría. Antes o después ocurriría,
estaba segura.
No quería pensar así porque había
muchas cosas que le gustaban de él, pero
sospechaba de esa calma que mostraba
cuando hacía algo que se suponía que
tendría que irritarle o desagradarle, y se
preguntaba qué podría esconder.
Cierto que tampoco era un crimen
quedarse trabajando hasta tarde, pero es
que era como si no le molestara en
absoluto nada de lo que hiciera o dijera,
como si le resultan indiferentes sus
malos hábitos y sus defectos. Era como
si Pedro estuviese tan empeñado en
demostrarle que aquel matrimonio era
cosa de la providencia, que hubiese
decidido cerrar los ojos a cualquier
cosa que no encajase en la ecuación.
Pero un día ya no sería capaz de seguir
haciéndolo, ¿y qué pasaría entonces?
¡Dios!, quería creer en aquello, en
ellos, pero con tanto en juego necesitaba
que Pedro viese más allá de esa ilusión
de perfección, necesitaba que la viese
tal y como era.

Que te preparó qué? —exclamó Hernan con
incredulidad al otro lado de la línea.
Pedro le estaba contando el último
intento de Paula de «abrirle los ojos» a
una realidad que esperaba que le
causara rechazo. Y había vuelto a fallar.
—Crema de atún con puré de patatas
y guisantes —repitió. Los guisantes eran
de lata, el puré de caja y la crema de
atún congelada. Lo sabía porque Paula
había dejado los envases vacíos a plena
vista en la encimera de la cocina—.
Según parece es uno de los platos
favoritos en su familia y le gusta
prepararlo de vez en cuando.
—¡No fastidies! Parece que va en
serio con lo de intentar que te eches
atrás.
Pedro apretó la mandíbula.
—Pues va a necesitar algo más si
cree que voy a salir huyendo porque no
me gusta lo que cocina.
—¿Y te lo comiste?
—Pues claro que me lo comí —
contestó él, entre  ofendido y
sorprendido de que Hernan le preguntara
eso—; lo había preparado para mí —se
había tomado hasta el último bocado
como si fuera maná caído del cielo.
Luego, sin embargo, se rio entre dientes
y añadió—: Pero tengo que reconocer
que esa porquería gelatinosa... que ni
siquiera Paula se comió, por cierto, es
lo peor que he probado en toda mi vida.
—Yo no podría comerme eso.
Una media hora después, habiendo
dejado aparcada su frustración por
aquellas pruebas a las que lo sometía
Paula, Pedro entraba en la cocina
aflojándose la corbata y
desabrochándose el primer botón de la
camisa. Sus ojos se posaron en el
delicioso trasero en pompa de Paula
que, enfundada en unos leggings, estaba
inclinada mirando algo que tenía en el
horno. Parecía una lasaña, pero, por
cómo olía, a Pedro le dio la sensación
de que se estaba quemando más que un
poco. No..., otra vez no...
—Eh, hola, preciosa —la saludó, un
segundo antes de deslizar las manos por
la suave curva de sus caderas.
Necesitaba recordarse por qué iba a
comerse esa lasaña quemada dentro de
unos momentos, un incentivo.
Paula cerró la puerta del horno antes
de erguirse, y cuando fue a volverse
hacia él Pedro comenzó a decirle:
—¿Qué tal si me das ahora mi beso
de bienve...? ¡Puaj! —exclamó
echándose hacia atrás al verle la cara.
La tenía toda cubierta de un emplasto
verdoso que apestaba.
—Tu beso, ¿eh? —Paula se rio y le
dio unas palmaditas en el pecho—.
Perdona si te he asustado con estas
pintas. Es una mascarilla facial que me
aplico una vez a la semana.
—¿Una vez a la semana? —repitió él.
¿Con lo mal que olía? Se acercó un poco
y tocó la pringosa mejilla de Paula con
el dedo—. ¿Y qué se supone que hace?
Paula se encogió de hombros y se
movió a un lado, apartándose del calor
del horno.
—Eh... bueno, reduce los poros,
elimina impurezas de la piel y deja la
piel más suave. Y le da un aspecto más
joven y más sano.
Umm... La mitad del tiempo que
pasaba con ella no llevaba ningún
maquillaje y estaba preciosa. De hecho,
nunca habría dicho que su piel tuviera la
menor impureza. ¿Sería por esa
mascarilla?
—Interesante —murmuró frotándose
la yema del índice con la del pulgar para
quitarse la pringue del dedo—. ¿Algún
otro secreto de belleza que deba
conocer?
Una sonrisilla asomó a los labios de
Paula, y aunque la reprimió de
inmediato, él ya la había visto, y le
había parecido una sonrisa juguetona,
igual que el brillo en sus ojos.
—No, creo que no —respondió.
Pedro frunció el ceño. De modo que
otra vez estaba poniéndolo a prueba...
Aquello estaba empezando a irritarlo de
verdad. Llevaban tres semanas viviendo
bajo el mismo techo y seguía
obsesionada con que en algún momento
iba a descubrir algo de ella que le
hiciera poner pies en polvorosa.
—Sé lo que estás intentando, Paula.

CAPITULO 25



Pedro cortó la llamada, y momentos
después se bajaba del coche, ansioso
por ver a Paula. Ya no estaría en
pijama como al despedirse de ella esa
mañana. Medio dormida como estaba,
había ronroneado como un gatito cuando
la había besado.
Sin embargo, no pudo evitar fantasear
con que apareciese con el cabello
revuelto, ese pijama de seda, y que se
lanzase a sus brazos y le diese uno de
esos besos que decían: «Estaba
deseando que llegaras». Sí, ya, ¡como
que eso iba a pasar...!
Entró en la casa, cerró la puerta tras
de sí y la llamó con un: «¡Cariño, ya
estoy en casa!».
Solo le respondió el silencio. Soltó
las llaves en la mesita de cristal del
salón y subió las escaleras. El segundo
piso estaba a oscuras e igualmente en
silencio. El tercer piso también. Frunció
el ceño y miró en su móvil por si tenía
algún mensaje de ella. Nada.
No era que fuese una novedad para él
volver a casa y encontrársela vacía,
pero con Paula viviendo allí con él
había esperado... algo distinto.
Y no era que estuviese decepcionado.
Siempre había tenido claro que quería
por esposa a una mujer independiente
que no lo hiciese sentirse culpable por
los horarios que tenía o que estuviese
pegada a él como una lapa. Sin embargo,
tuvo que admitir para sus adentros que
no había esperado que las cosas fueran a
ser así ya, cuando apenas llevaban una
semana casados.
A medio camino por el pasillo a
oscuras Pedro se detuvo frente a la
puerta del estudio, que le había cedido a
Paula como despacho. Por debajo de la
puerta cerrada se veía una rendija de
luz, y al quedarse escuchando oyó un
ruido, como un tecleo. De modo que
estaba allí...
Giró el pomo, abrió lentamente la
puerta, y vio que en el escritorio, de
espaldas a él, estaba sentada Paula con
la mirada fija en la pantalla del
ordenador mientras tecleaba sin cesar.
Estaba vestida con una camiseta y
unos pantalones de chándal, se había
recogido el pelo en una coleta, y no lo
había oído entrar porque tenía unos
auriculares puestos. No podía decirse
que estuviera sexy, pero Pedro no
podía apartar los ojos de ella.
Nunca se habría esperado llegar a
casa y encontrarse una escena así si se
hubiese casado con Carla. Habría estado
toda peripuesta, y al verlo llegar se
habría mostrado atenta y habría iniciado
una charla insustancial, como uno hacía
con los extraños en una fiesta.
Desde el umbral de la puerta, Pedro
se planteó qué hacer, ya que no lo había
oído llegar. Podría entrar y,
aprovechando que estaba distraída,
apartarle la coleta y besarla en el cuello,
en ese punto tan sensible detrás de la
oreja, y luego dejaría que sus labios
siguieran por donde quisieran.
O podría ir a llamar por teléfono para
pedir comida a domicilio, porque con lo
abstraída que estaba en el trabajo seguro
que ni se había acordado de la cena.
Además, cuando reclamara su beso de
«bienvenido a casa» quería tener toda la
atención de Paula. Estaba dándose la
vuelta cuando ella lo llamó a voces, sin
duda porque con los auriculares no se
oía a sí misma.
—¿Pedro?
Él se giró y vio que se había quedado
mirándolo con una expresión confundida
que resultaba adorable. Cuando sonrió y
se señaló la oreja, ella se dio cuenta de
lo que quería decirle y se quitó los
auticulares.
—Eh, hola, preciosa. ¿Qué tal tu día?
Paula debió de tomarse lo de
«preciosa» como una crítica velada,
porque se apresuró a remeterse tras las
orejas los mechones  que habían
escapado de la coleta y a sentarse bien
en la silla.
Y entonces, de repente, ocurrió algo
muy interesante: ese azoramiento se
disipó y Paula apretó la mandíbula,
como si fuera a afrontar un reto.
—Perdona, a veces cuando estoy
trabajando pierdo la noción del tiempo.
A algunas personas les resulta bastante
irritante.
Ah, más revelaciones. En fin, si con
decirle esas cosas se quedaba más
tranquila...
—¿Te queda mucho? Porque estaba
pensando que podría llamar y pedir
comida china.
—¿No te importa? —le preguntó
Paula.
—Pues claro que no; hoy por ti,
mañana por mí —respondió él—. Voy a
llamar y luego me daré una ducha
rápida. Nos vemos abajo cuando
termines.
Al ver a Paula fruncir ligeramente el
ceño, Pedro se detuvo.
—¿Ocurre algo?
—¿No quieres tu beso de «bienvenido
a casa»?
—Ya lo creo que lo quiero —
contestó él con una sonrisa traviesa—,
pero no hasta que tenga toda tu atención.

jueves, 30 de enero de 2014

CAPITULO 24





Paula se giró y encontró a Pedro
apoyado en el quicio de la puerta del
salón.Llevaba unos pantalones de
pijama de color gris claro, pero tenía el
torso desnudo.
—Tú también —contestó ella.
Estaba guapísimo con el cabello
revuelto y esa sombra de barba que le
daba un aire de bandido que encajaba
perfectamente con la media sonrisa en
sus labios y el brillo travieso en sus
ojos.
—Me sentía solo en la cama sin ti —
le dijo guiñándole un ojo—. Y estaba
pensando que a lo mejor te gustaría que
te hiciera un pequeño tour por tu nuevo
hogar. ¿Te apetece un café?
Al oír esa palabra, a Paula se le
escapó un gemido de placer. Hasta que
no se había tomado su taza de café por
la mañana no era persona.
—Café... oh, sí, por favor. Me muero
por un café.
Pedro se rio antes de ir junto a ella y
tomarla de la mano.
—Mi ego me exige que la próxima
vez que gimas de esa manera no sea por
una taza de café. Anda, vamos.
Ya en la cocina, mientras el ponía la
cafetera en marcha, Paula vio qué
podía encontrar en el frigorífico.
—No se me da muy bien la cocina,
por si no lo había mencionado ya —le
dijo girando la cabeza—, pero aquí
tienes unos gofres congelados que no
deben ser difíciles de preparar.
Pedro se le acercó por detrás y
empujó la puerta del congelador con una
mano para cerrarla mientras con la otra
le rodeaba la cintura.
—Luego —dijo girándola hacia él.
A Paula el corazón le dio un brinco y
sintió un cosquilleo en el vientre.
—Pedro... —le advirtió dando un
paso atrás.
—Relájate, cariño —Pedro la asió
por las caderas para hacerla retroceder
hasta la mesa de la cocina y la levantó
para sentarla encima—. Lo único que
quiero es el beso de buenos días que
habíamos acordado.
Como tenían posturas enfrentadas
respecto a esa cuestión, ella no quería
que el sexo le impidiera pensar con
claridad, y él no quería prescindir del
sexo—, después de mucho debatirlo
habían llegado a un acuerdo de cuatro
besos al día: uno de buenos días, otro de
«que tengas un buen día», uno al llegar a
casa, y uno de buenas noches.
Cuatro besos. Podía con cuatro besos,
se dijo, pero una ola de calor la invadió
cuando Pedro se inclinó hacia ella
asiéndola de nuevo por la cintura para
atraerla hacia sí. Paula, que no sabía
qué hacer con las manos, se las puso en
los hombros.
—Solo un beso, Pedro —le recordó
en un susurro, sintiéndose algo
embriagada por el olor de su piel.
—Un beso... como yo quiera —le
recordó él también, rozándole la línea
de la mandíbula con la nariz.
—Sí, pero solo uno —insistió ella
cuando los labios de Pedro se
acercaban ya a los suyos.
Él esbozó una sonrisa lobuna.
—Ya veremos —murmuró.



Nada de sexo? —repitió Hernan entre toses
al otro lado de la línea.
Pedro, que había activado la opción
«manos libres» en el móvil porque iba
conduciendo, apretó irritado el volante.
No le había pasado desapercibido el
tono divertido de su amigo, por mucho
que hubiera intentado disimularlo. Al
menos a alguien le parecía gracioso.
—Sí, yo tampoco puedo creerlo, pero
Paula...
Inspiró y miró un instante el
acantilado que descendía  hasta el
océano a su derecha antes de volver a
fijar la vista en la carretera. Había
estado seguro de que conseguiría vencer
su resistencia con aquello de la cuota
diaria de besos porque, cuando se
besaban, se besaban de verdad. De
hecho, solo de pensar en cómo subía la
temperatura cuando se besaban le
invadió una ráfaga de calor y tuvo que
desabrocharse el primer botón de la
camisa y aflojarse la corbata. Sin
embargo, Paula estaba manteniéndose
firme.
—En fin... —continuó—, dice que no
quiere que nada le nuble el juicio
mientras intenta decidir si lo nuestro
puede funcionar.
—Es comprensible. El sexo puede
hacer que uno confunda las prioridades,
darle sentido a lo que no lo tiene, hacer
que algo parezca especial cuando en
realidad no lo es. Chica lista.
Pedro apretó los dientes. No estaba
seguro de qué respuesta había esperado
de Hernan, pero desde luego no era esa.
—Bueno, y dejando a un lado que tu
mujercita te encuentra absolutamente
«resistible», ¿cómo te trata la vida de
casado?
—Bien, sin muchas sorpresas. Paula
es más reservada de lo que me pareció
la noche que nos conocimos, y la noto
algo obsesionada con asegurarse de que
sé en lo que me estoy metiendo. Me
enumera los defectos que tiene porque
dice que no quiere arriesgarse a que me
tope de repente con algo que luego se
convierta en causa de divorcio.
Hernan se quedó callado unos segundos,
y cuando volvió a hablar ya no tenía ese
tono de guasa.
—¿Causa de divorcio?
—Son tonterías sin importancia —lo
tranquilizó Pedro—, pequeñas rarezas
de esas que tenemos todos.
A él por lo menos le daba igual que
no fuera la mejor de las cocineras o que
tuviera una cierta tendencia a
entusiasmarse demasiado cuando se
aficionaba a algo.
—Me hace reír, me siento a gusto
cuando estamos juntos, y siento que
puedo hablar con ella de cualquier cosa
—le dijo a Hernan.
Sin embargo, aunque había
conseguido que le diese una oportunidad
a su matrimonio, sabía que no era cosa
hecha ni mucho menos que accediese a
permanecer a su lado después de esos
tres meses.
—Bueno, me alegra que hayas
encontrado a una mujer con la que
puedes hablar. Sé que siempre habías
querido un matrimonio que se pareciese
más a una fusión empresarial que a un
matrimonio, y después de lo de Carla...
—Oye, estoy a punto de entrar en casa
—lo interrumpió Pedro, aminorando la
velocidad al acercarse a la verja—.
Hora de enfrentarme a un nuevo asalto
con mi mujercita —bromeó.
—Lo capto —contestó Hernan riéndose
—. Pues nada, buena suerte. Me parece
que la vas a necesitar.

CAPITULO 23



Paula se despertó con los rítmicos
latidos del corazón de Pedro bajó su
oído, con el peso de su brazo en torno a
su cintura, y un torbellino de
pensamientos.
Después de dos días en Denver
durante los que no habían parado un
momento, por fin habían acabado de
empaquetar todo lo necesario en su
apartamento.
Se habían reído muchísimo mientras
negociaban las condiciones de esos tres
meses: si dormirían juntos o no, los
viajes y obligaciones sociales, los
compromisos profesionales de cada
uno...
Con tanto que planear, hasta
medianoche no habían llegado a la casa
de Pedro en San Diego, y unos cinco
minutos después habían caído rendidos
en la cama.
Soñolienta, parpadeó para acabar de
despertarse, y una sonrisa tonta se
dibujó en sus labios cuando de
improviso acudió a su mente la frase
«hoy es el primer día del resto de tu
vida».
Se bajó de la cama con cuidado de no
despertar a Pedro, bajó las escaleras, y
fue encendiendo las luces por donde
pasaba para familiarizarse con la casa y
tomando nota de los detalles que
pudiesen darle pistas sobre el hombre
con el que se había casado.
Entonces, sin saber por qué, recordó
lo que le había dicho su madre al
despedirse de ella cuando la había
llamado por teléfono el día anterior:
«Pues vas a tener que espabilarte y
esforzarte más si no quieres perder a
este...».
Paula sacudió la cabeza. Su madre...
¡siempre igual!, pensó con un suspiro. A
través de las puertas acristaladas del
salón se veía que la oscuridad de la
noche se estaba diluyendo en la claridad
del amanecer. Las palmeras se
recortaban en la distancia y las olas
acariciaban la tranquila playa.
Dio un paso hacia allí, queriendo
apartar de su mente las palabras de su
madre y los recuerdos que habían
arrastrado consigo, perderse en aquella
belleza que estaba destapando la salida
del sol, pero los fantasmas del pasado
ya se habían apoderado de ella.
Recordó a todos los «papás» que
habían pasado por su vida, aquellos
hombres por los que su madre, Alejandra 
había estado dispuesta a hacer lo
que fuera y a ser lo que creía que ellos
esperaban que fuera con tal de
mantenerlos a su lado.
Recordó los cambios en la
personalidad de su madre y en sus metas
habían anunciado cada vez la llegada de
un hombre nuevo a su vida.
Recordó su determinación de no
encariñarse demasiado con ninguno, por
muy simpático o divertido que fuera,
porque aquellas relaciones de su madre
nunca duraban demasiado.
Su madre creía que si se esforzaba lo
suficiente, si hacía lo indecible, no la
dejarían, pero todos habían acabado
dejándola. Eugenio, Carlos, Pablo, Ruben,
Sergio, José y Dario. Siete maridos que
habían entrado y salido de su vida, y su
madre todavía no había comprendido
que una relación dependía de dos
personas y no solo de una, y que intentar
aferrarse a un barco que se hundía era
prolongar lo inevitable.
¿Estaría repitiendo los errores de su
madre aunque se había prometido cien
veces que a ella no le pasaría? Se había
casado con un hombre al que acababa de
conocer, un hombre que estaba decidido
a no dejarla escapar.
Pedro decía que le gustaba todo de
ella, pero... ¿y si estaba equivocado? ¿Y
si esa noche por el efecto del alcohol no
había sido ella misma? ¿Y si estaba tan
entusiasmado por que había accedido a
casarse con él que todavía no se hubiese
dado cuenta?
¿Cuánto tardaría en romperse la
burbuja y la viese tal y como era y no
como creía que era? ¿Sería durante esos
tres meses de prueba... o cuando ella
hubiese empezado a hacerse ilusiones?
—Te has levantado temprano.

miércoles, 29 de enero de 2014

CAPITULO 22



Pero ¿es que te has vuelto loco? —
exclamó Hernan al otro lado de la línea.
Pedro pagó al dueño del puesto de
periódicos del aeropuerto.
—¿Me creerías si te dijera que me he
vuelto loco, que me siento como si
flotara y que estoy completamente
enamorado? —le respondió, levantando
del suelo su bolsa de viaje.
—No —contestó Hernan con sequedad.
—Bueno, está bien, tienes razón —
Pedro miró los paneles con las puertas
de embarque y las horas de salida y
miró su reloj—: no es verdad. Estoy
perfectamente cuerdo, con los pies en el
suelo, y casado con una mujer
guapísima, sexy e inteligente que resulta
que es todo lo que buscaba en una
esposa.
—Vaya, no sabía que estuvieses
buscando a una cazafortunas —dijo su
amigo con retintín—. De haberlo sabido
te habría recordado a cualquiera de las
docenas de ellas que han estado
arrojándose a tus pies durante los
últimos diez años. ¿Cómo te dejaste
convencer?, ¿te echó algo en la bebida?
Pedro apretó la mandíbula irritado
mientras se dirigía a la cafetería donde
había dejado a Paula. Había imaginado
que así sería como lo verían los demás,
las conclusiones que sacarían al saberlo,
y se había dicho que no le importaba lo
más mínimo, pero la verdad era que le
molestaba, y mucho.
—Por supuesto que no. De hecho, más
bien podría decirse que fue al revés.
En ese momento vio que Paula salía
de la cafetería, con una bandejita en una
mano en la que había un par de cafés y
una bolsa de papel con bollos, y el
maletín de su portátil en la otra.
Se detuvo para que no oyera su
conversación con Hernan.
—Eh... Pedro, ¿de qué estás
hablando? —le preguntó su amigo sin
comprender.
—Dejé que bebiera demasiado y no
se acuerda de casi nada de lo que pasó
esa noche.
—Déjame adivinar —dijo Hernan con la
misma aspereza de antes—: seguro que
sí recordaba que os habíais casado.
—Sí, pero por desgracia no recuerda
por qué accedió cuando se lo pedí, y me
ha costado bastante convencerla para
que me dé una oportunidad. Vamos
camino de Denver para recoger sus
cosas y va a vivir tres meses de prueba
conmigo.
—¿Me tomas el pelo? —inquirió su
amigo con tal incredulidad que hasta se
le escapó un gallo.
Pedro no pudo evitar sonreír.
—No. Ya sé que parece una locura,
Hernan, pero sé que es la mujer adecuada, y
me gusta muchísimo.
—¿Y sabe lo de Carla?
—Sí, se lo conté la noche que nos
conocimos. Bueno, lógicamente a la
mañana siguiente no se acordaba, así
que se lo volví a contar.
Durante la charla que habían tenido
esa mañana para refrescarle a Paula la
memoria, ella le había preguntado si
había tenido alguna relación seria.
—No puedo creer que ni siquiera me
la hayas presentado. Quiero conocerla...
ahora que sé que no te llevó al altar a
punta de pistola —dijo Hernan.
Pedro sonrió y empezó a caminar de
nuevo, levantando una mano para que
Paula lo viera. Cuando ella le sonrió
también sintió un cosquilleo en el
estómago.
—Ya te la presentaré.
—Está bien, pero quiero detalles, así
que comienza por el principio.
—Apenas te habías marchado con la
camarera se presentó en nuestra mesa la
«gimnasta» y me entró con la que debe
ser la peor frase para ligar de la
historia.
—¿La gimnasta? ¡No fastidies!
Paula llegó junto a él en ese instante,
y debía haber oído la última parte,
porque enarcó una ceja, como divertida,
y se puso de puntillas para decir por el
teléfono:
—No soy gimnasta.
Pedro se rio y sonrió al verla
sonrojarse cuando la besó en la sien.
—Está bien, es verdad —le confesó a
Hernan—, no es gimnasta y no era una frase
para ligar...

CAPITULO 21



Paula se quedó boquiabierta al oír
eso, y nuevas imágenes lujuriosas
asaltaron su mente. «Primero lo del sofá
y ahora la pared...», pensó. Era como si
Pedro tuviera superpoderes de
seducción, o al menos la habilidad de
infundir un potencial erótico a los
objetos más mundanos.
—¿O quizá sea eso lo que estás
esperando?
La voz ronca de Pedro y la amenaza
implícita en sus palabras la hizo salir
del cuarto de baño a toda prisa. Si se
hubiese dado la vuelta, habría visto que
la sonrisa se había borrado de los labios
de él y que su rostro se había contraído.
Pedro plantó la palma mojada en la
pared de azulejos de la ducha y soltó
una palabrota entre dientes. Aunque
estaba seguro de que había logrado
tentarla,Paula no había querido
arriesgarse a ceder a la tentación.
Tomó la pastilla de jabón y se puso a
frotarse con fuerza, aprovechando esos
momentos a solas para barajar sus
opciones. Ninguna de ellas parecía
conducirle a lo que quería: que Paula
accediese a pasar tres meses con él.
Estaba bastante seguro de que, aunque
fuese contra los principios morales de
Paula, si le ofreciese una noche de
pasión sin ataduras, se entregaría a él
sin pensárselo dos veces. Pero no quería
solo una noche, ni tampoco quería
perder el tiempo con un cortejo a la
manera tradicional: empezar a salir,
conocerse y demás.
¿Qué podía hacer? Si no conseguía
convencerla, al día siguiente Paula
tomaría un avión y solo volvería a saber
de ella para el papeleo del divorcio.
Bajó el mando de la ducha de un golpe,
se frotó el rostro con la mano para
quitarse el agua, y sacudió su cabello
mojado.
Luego salió de la ducha, se lio una
toalla en la cintura y se preparó para el
adiós que estaba seguro que le esperaba
al otro lado de la puerta. O quizá en el
salón de la suite, aunque ciertamente no
en el sofá.
Sin embargo, al abrir la puerta del
baño vio que en una esquina del
dormitorio, envuelta en el enorme
albornoz y sentada en un sillón orejero
con las piernas dobladas debajo de ella,
estaba Paula.
—Muy bien —dijo jugueteando
nerviosa con sus dedos—, seré tu
esposa.

Paula siguió hablando, pero Pedro
ya no estaba escuchándola, y en un abrir
y cerrar de ojos cruzó la habitación y la
levantó del sillón para rodearla con sus
brazos mientras silenciaba sus labios
con un beso.
Ya le diría luego lo que tuviera que
decirle, cuando se hubiese disipado el
efecto de la descarga de adrenalina que
estaba teniendo en ese momento. Paula
le puso las manos en el pecho y lo
empujó suavemente entre risas.
—Espera —le pidió tomando su
rostro entre ambas manos—. Espera un
momento, Pedro; tenemos que poner en
claro algunas cosas antes de que esto
vaya más lejos.
Pedro, que estaba conduciéndola a
la cama, sacudió la cabeza.
—Luego. Acuerdo postmatrimonial,
lo que sea, ya lo hablaremos en otro
momento; o mañana.
—No, eso no es lo que... —Paula
giró la cabeza para mirar detrás de ella
—. No, Pedro, en serio; a la cama no...
Pero él ya la estaba tumbando en ella.
—Sé que te gustaba la idea de la
pared del baño, pero dale una
oportunidad a la cama; no te
decepcionará.
Volvió a apoderarse de sus labios, y
su mano subió por el muslo y se
introdujo por debajo del albornoz hasta
llegar a la cadera. Paula se arqueó
debajo de él, gimiendo dentro de su
boca, y sus manos se aferraron primero
a sus hombros y luego a su pelo. Era tan
sexy... Y era suya.
Esa noche iba a besar y acariciar
cada centímetro de su cuerpo. Sin
embargo, cuando abandonó sus labios
para besarla en el cuello, Paula farfulló
algo entre dientes y le pidió que parara,
y no tuvo más remedio que incorporarse
para mirarla.
—Ahora, Pedro, tenemos que hablar
ahora porque no puedo acceder a todo.
Tenemos que poner unas normas básicas
de convivencia.
—Normas de convivencia —repitió
él. No le gustaba cómo sonaba eso—.
¿Como cuáles?
Paula se quitó de debajo de él, se
ajustó el cinturón del albornoz y
mirándolo a los ojos le dijo:
—Nada de sexo.
Pedro apretó los dientes y resopló
lleno de frustración.
—¿Te refieres a esta noche? —
inquirió, aunque ya sabía la respuesta.
—No, me refiero a todo el tiempo
durante los tres meses de prueba.
Obligándose a reírse en vez de
maldecir, Pedro sacudió la cabeza.
—Olvídalo, Paula. Si esto va a ser
un matrimonio de verdad, aunque de
momento solo sea de prueba y por tres
meses, ¿por qué reprimirnos? El sexo es
algo sano que forma parte de la vida de
pareja.
—Es una distracción demasiado
grande —protestó ella—. Ni siquiera
podía pensar con claridad ahora mismo,
cuando estábamos... —murmuró
moviendo la mano entre los dos— aquí,
en la cama. Se trata de mi futuro, del
resto de mi vida, y necesito pensarlo
bien.
Pedro frunció el ceño.
—Tendrás tiempo de sobra para
pensar, cariño. ¿Qué tal si te prometo no
«distraerte» cuando estemos hablando
de algo importante?
—Me temo que esa concesión se
queda corta. Cuando estamos juntos,
aunque solo estemos besándonos...
Pedro, me cuesta muchísimo mantener
la cabeza fría incluso en esos momentos,
y es mi futuro el que está en juego.
De acuerdo, sonreír como un tonto
probablemente no era lo más adecuado,
pensó Pedro, ¡pero qué narices, le
gustaba lo que estaba oyendo! De modo
que la afectaba hasta ese punto...
—¿Te he dicho ya lo feliz que soy de
que te hayas casado conmigo?
—Pedro, hablo en serio —le espetó
ella, levantándose enfadada de la cama.
—Y yo —él se levantó también y le
puso las manos en los hombros—. En lo
que se refiere a que te quedes
embarazada..., obviamente esperaremos
a que estés convencida de que esta es la
vida que quieres, pero en cuanto al
sexo... Lo siento, Paula, pero eso no
puedo prometértelo; sé que diga lo que
diga intentaré seducirte.
—Y yo te rechazaré —respondió ella,
aunque sus ojos traicioneros
descendieron a la boca de él.
—Me parece justo —Pedro le
acarició el labio inferior con el pulgar
—. Y yo, naturalmente, si me dices que
pare, pararé.
Paula asintió y cerró los ojos. Dios,
era preciosa.
—Sé que lo harás —Paula abrió los
ojos de nuevo e inspiró profundamente
—, pero yo seré capaz de resistir la
tentación. Puedo hacerlo —dijo, más
para sí misma que a él.
Pedro no pudo evitar que una
sonrisa traviesa se dibujase en sus
labios.
—Bueno, puedes intentarlo.