viernes, 7 de febrero de 2014

CAPITULO 47




Paula guardó los archivos con los que
estaba trabajando y se quedó mirando la
pantalla del ordenador. Iba a cumplir de
sobra la fecha de finalización del
proyecto. En los últimos días apenas
había podido dormir más de unas horas,
y cada noche se había levantado y se
había puesto a trabajar.
Constantemente la asaltaban los
recuerdos. Pedro dándole los buenos
días, llegando a casa por la tarde y
cobrándose su beso de bienvenida...
Algunos días se dejaba llevar por
esos recuerdos, por el placer agridulce
que le producían. Otros, como ese día,
luchaba contra ellos, para acallar el
dolor por la pérdida de lo que había
perdido.
La pantalla se tornó borrosa. Más
lágrimas. ¿Cuándo dejaría de llorar a la
más mínima? El dolor de su corazón le
decía que tal vez nunca.
El timbre del teléfono la sobresaltó.
Se secó las lágrimas con el dorso de la
mano y lo descolgó.
—Paula Chaves —contestó.
Todavía le costaba no decir su
apellido de casada.
Hubo un silencio al otro lado de la
línea y luego...
—¿Chaves? Ya sé que hace unos días
de la última vez que hablamos, pero
pensaba que mis abogados me lo
notificarían cuando se hubiese aprobado
el divorcio.
Pedro... ¿Cómo podía el corazón de
una persona dar un vuelco y un salto de
alegría al mismo tiempo?
—Puede que aún no sea oficial, pero
lo será.
—Sí, lo sé —Pedro se aclaró la
garganta—. He estado lidiando con el
trabajo, pero quería haberte llamado
antes para saber si todas tus cosas
habían llegado bien. ¿Estaba todo?, ¿no
faltaba nada?
Era un motivo razonable para aquella
llamada. Paula sabía que Pedro se
tomaba sus responsabilidades y
compromisos muy en serio. Eso era
todo; no había más. Inspiró para intentar
calmarse y respondió:
—Sí, todo llegó bien; gracias otra vez
por tu ayuda.
—Me alegra oírlo. Bueno, si ves que
falta algo, házmelo saber.
—Creo que no falta nada.
—Estupendo. Bueno, y ahora que ya
vuelves a estar instalada, ¿cuáles son tus
planes?
Paula se quedó mirando el teléfono
un momento. ¿Cómo podía estar
preguntándole eso?
—Pedro, ya sabes cuáles son mi
planes. A pesar de todo lo que ha
pasado, nada ha cambiado —le dijo.
Nada, excepto que su corazón se había
roto en mil pedazos, y cada vez que oía
la voz de Pedro, tan casual y
despreocupada, volvía a romperse en
otros mil—. Yo... esto tiene que acabar,
Pedro. Creo que será mejor que a
partir de ahora te pongas en contacto con
mi abogado si quieres preguntarme algo.

«Ya sabes cuáles son mi planes»...
Aquellas palabras martilleaban en el
cerebro de Pedro como una
taladradora horas después de que Paula
colgara el teléfono.
Desde el principio había sabido que
Paula tenía planes para su futuro: ser
madre soltera mediante la inseminación
artificial, formar una familia sin las
complicaciones de un matrimonio.
«Nada ha cambiado»... Sí, nada había
cambiado, salvo que a él se le revolvía
el estómago de imaginarse a Paula
embarazada de otro hombre, aunque
fuera  de un donante anónimo de
esperma. La sola idea lo ponía furioso.
¿Y qué pasaría con los nueve meses
que tendría por delante después de eso?
Por lo que le había dicho, la relación
que tenía con su madre no era
especialmente buena. ¿Quién estaría a su
lado para ayudarla en los momentos
difíciles, cuando se encontrase mal, o
estuviese asustada?
Su propia madre nunca le había
hablado demasiado de lo que había sido
para ella criarlo sola. No había querido
que se sintiera como una carga. Sin
embargo, recordaba una noche en que la
había oído llorando mientras discutía
con su padre, preguntándole si tenía idea
de lo que había sido para ella
despertarse una noche y encontrarse con
que se había puesto de parto y estaba
completamente sola.
Había tenido que tomar un taxi para ir
al hospital, y había pasado horas
esperando al hombre que tantas veces se
había deshecho en promesas. Al final,
no había ido; había dejado que diese a
luz a su hijo sola y asustada, mientras él
celebraba una fiesta de Navidad con su
esposa.
Paula ni siquiera tendría la
esperanza de que alguien fuera al
hospital cuando se pusiera de parto.
¿Por qué demonios no podía entrar en
razón y dejar que estuviese a su lado?
Se levantó del sofá, fue hasta el
mueble bar y se sirvió un vaso de
whisky. Se lo bebió de un trago con la
esperanza de que el fuego del alcohol
acallara el dolor en su pecho, pero no le
sirvió de nada, así que se sirvió otro,
diciéndose que, si no mataba el dolor, al
menos tal vez haría callar ese martilleo
constante en su cabeza.

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