Sentado en su despacho, Pedro
apretó los puños sobre la mesa cuando
el recuerdo de la mirada dolida de
Paula volvió a aflorar a su mente.
¿Se podía ser más estúpido?, se
reprendió irritado. Tan empeñado había
estado en convencer a Paula de que
aquel matrimonio no era un error, en
hacerle ver que era el hombre que
necesitaba a su lado, que se había
convertido en un hombre que no era.
Y en esas lágrimas, en esa emoción
que habían desbordado sus ojos, estaba
la prueba de que aquello se le había ido
de las manos, que había ido demasiado
lejos cortejándola.
Llamaron a la puerta, y su secretaria
asomó la cabeza.
—Perdona,Pedro, pero la
videoconferencia con Zúrich está
programada para dentro de cinco
minutos. ¿Necesitas que les envíe esos
archivos o...?
Dejó la pregunta en el aire en vez de
decir lo que los dos sabían: se suponía
que debía haberle pasado esos archivos,
y le había prometido hacía media hora
que se los iba a pasar, pero todavía no
había acabado de repasarlos.
¡Por amor de Dios!, ¿qué le estaba
pasando? Tenía que mantener la cabeza
fría, tenía que poner las cosas en
perspectiva. Y tenía que asegurarse de
que aquello no se desmoronase. Tenía
confianza en que Paula podía ver las
cosas desde un punto de vista racional,
en que se daría cuenta de que el plan que
él le había propuesto era mejor que el
suyo de ser madre soltera.
Pero lo primero era lo primero: el
trabajo. Para él el trabajo siempre había
sido lo primero, y lo sería siempre.
—Ponte en contacto con ellos y diles
que necesito que lo retrasemos media
hora, Estela —le dijo a su secretaria—.
Dentro de veinte minutos te paso esos
archivos. Y perdona por las molestias.
Esa noche, cuando Paula oyó abrirse
y cerrarse la puerta de la entrada, el
corazón le palpitó con fuerza. Pedro le
había dicho que probablemente no iría a
casa a dormir, pero una parte de ella
había estado esperando que al final sí lo
hiciera.
Llevaba toda la tarde intentando no
pensar en todas las noches en vela que
había pasado de niña, atenta a cada
pequeño ruido, aguardando el regreso de
Pablo, ese regreso que nunca sucedió. A
pesar del repentino cambio de actitud de
Pedro se repetía que no era lo mismo,
que sí iba a volver.
No iba a alejarse de ella, no iba a
dejarla. Y su reacción no había sido una
puñalada por la espalda, que era la
sensación que había tenido con Pablo y
otros de sus padrastros. Se había
quedado aturdida porque no se lo
esperaba, pero no la había destrozado.
Además, Pedro lo había hecho
porque se preocupaba por ella. Quería
que se tomara más tiempo para que no
tuviera las mismas dudas que había
tenido durante el primer mes.
Y ya estaba en casa. Lo oyó colgar el
abrigo en el armario y soltar las llaves
en la mesita del vestíbulo antes de que
pasara al salón y la saludara como hacía
cada noche:
—Hola, señora Alfonso.
Una ola de alivio la invadió cuando
se levantó del sofá y fue junto a él para
ofrecerle el beso de bienvenida que se
había convertido en parte de su rutina
casi desde el primer día. Estaba todo
bien, nada había cambiado.
En ese momento no quería otra cosa
más que hundir el rostro en la camisa de
Pedro y dejar salir las emociones que
amenazaban con ahogarla. Quería sentir
sus brazos en torno a sí, que le susurrara
palabras de consuelo al oído, diciéndole
que todo iba a ir bien. Quería que
acallara con razonamientos sensatos las
inseguridades que la habían atormentado
desde que había salido por la puerta esa
mañana.
Sin embargo, se dijo, tenía que ser
fuerte, no quería que la inseguridad
fuera parte de esa vida que se suponía
que estaban construyendo. Por eso, en
vez de buscar el consuelo que ansiaba
de Pedro, se dio por satisfecha con la
sonrisa campechana que afloró a sus
labios. Le preguntó cómo le había ido el
día, y durante unos minutos estuvieron
hablando de su trabajo y de cosas
triviales.
Luego Pedro se agachó para abrir su
maletín, que había dejado en el suelo, y
sacó de él una carpeta.
—¿Tienes tiempo para hablar del
viaje de luna de miel?
—le preguntó incorporándose y yendo
hacia el sofá con la carpeta.
Una risa de alivio escapó de la
garganta de Paula. Pedro quería
hablar del viaje, pensó eufórica mientras
lo seguía. Nada había cambiado, era ella
quien se estaba preocupando sin necesidad.
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