miércoles, 5 de febrero de 2014

CAPITULO 41




La voz de Carla adquirió un tono
áspero que no le había oído nunca, y eso
atrajo aún más la atención de quienes
los rodeaban.
—¿Cómo has podido hacerme esto?
—No fue mi intención hacerte daño
—se disculpó Pedro con sinceridad,
mirándola a los ojos—. Nuestra relación
terminó y tú te marchaste, volviste al
este y...
—Porque quería algo más de ti.
Quería que te dieras cuenta de lo que
teníamos, de lo que ibas a perder
dejándome marchar. Te he estado
esperando... —la voz de Carla se
quebró, y los ojos se le llenaron de
lágrimas.
—Dijiste que querías algo que no
había en nuestra relación, nunca me diste
a entender que...
—Creí que te darías cuenta sin que
tuviera que decirte nada. Creía que, si te
daba tiempo, comprenderías por qué
quería algo más que un matrimonio de
conveniencia. Pensaba que irías a
buscarme.
Aquello no podía estar pasando. Carla
no podía estar en medio de aquel salón
lleno de gente con las lágrimas
corriéndole por las mejillas. La misma
Carla a la que nunca había visto perder
la compostura, o alzar la voz, que
siempre le había recordado a una
figurilla de porcelana de rostro
inescrutable.
No quería causarle dolor, nunca lo
había querido.
—Carla, cuando conocí a Paula...
—¿Te enamoraste de ella? —lo cortó
ella acusadora—. No, supongo que no
—se respondió a sí misma sin darle
tiempo a contestar—. Supongo que no es
más que otra chica con las cualidades
adecuadas, que cayó en tus redes solo
trece días después de que me
propusieras ir a Bali de luna de miel.
Demasiado conveniente como para
dejarlo pasar; seguro que te pareció una
oportunidad que no podías
desaprovechar —añadió—. Sabía que
eras frío, Pedro, pero incluso viniendo
de alguien como tú esto es despreciable.
¿Lo sabe ella? No, me imagino que no,
teniendo en cuenta la prisa que te diste
en casarte con ella. Pero no tardará
mucho en ver más allá de tu sonrisa y de
tu encanto personal, de tus atenciones...
No tardará en darse cuenta de que eres
capaz de dar y retirar tu afecto con la
facilidad con que se acciona un
interruptor, que te alejarás sin mirar
atrás. O quizá no le importe, quizá lo
único que haya visto en ti sea un
envoltorio atractivo y el tamaño de tu
chequera.

La ira de Pedro se mezcló con el
sentimiento de culpa. Sabía que le había
hecho daño a Carla, y lo sentía. Si
los dardos que estaba lanzando fueran
dirigidos solo a él, no le habría
molestado, pero que se metiera con
Paula...
—Carla... —le advirtió bajando la voz
e inclinándose hacia ella—. No hagas
esto; la gente está mirándonos.
Ella miró a su alrededor, se irguió y
volvió a mirar a Pedro con un brillo de
amarga satisfacción en los ojos.
—Sí, nos están mirando.
Y entonces, de repente, Pedro lo
supo. Apartó la vista de Carla y vio que
Paula estaba a un par de metros
escasos, mirándolos paralizada.
Paula... —le dijo dando un paso
hacia ella—. Vamos a por nuestros
abrigos.
Siguió avanzando, pero Carla,
detrás de él, no había acabado todavía.
Levantando la voz por encima de los
murmullos de la gente, le dijo:
—Iba a darle a tu esposa el consejo
que desearía que alguien me hubiese
dado a mí: que no se enamore de ti. Pero
a juzgar por su cara parece que ya es
demasiado tarde.
Pedro se paró en seco y se volvió.
—Ya basta, Carla.
Cuando se giró de nuevo hacia
Paula, vio que había abierto la boca,
como para decir algo, pero al cabo de
un instante sacudió la cabeza y esbozó
una sonrisa de impotencia.
Pedro le puso una mano en la
espalda y la atrajo hacia sí para
protegerla de las miradas curiosas.
—Vamos, hablaremos de esto en casa
—le dijo.

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