lunes, 3 de febrero de 2014
CAPITULO 32
Ella le rodeó el cuello con los brazos.
—Perdóname —murmuró bajando la
vista—. Tenías razón en lo que has
dicho antes: he estado centrándome solo
en lo que podría salir mal en vez de
apreciar lo bueno. Creía que, si te
mostraba lo peor de mí... —sacudió la
cabeza antes de alzar el rostro y mirarlo
implorante—. Me he comportado como
una tonta.
Pedro le puso las manos en la
cintura sin poder creerse del todo lo que
estaba oyendo: Paula estaba dispuesta
a luchar por ellos.
—Dime qué quieres —le dijo. Le
daría lo que quisiera, lo que necesitara.
Le daría cualquier cosa.
Los grandes ojos de Paula se
miraron en los suyos, y se oscurecieron
antes de descender a su boca, donde
permanecieron unos instantes que a él se
le hicieron eternos.
—Te quiero a ti.
Paula dejó caer la cabeza hacia un
lado mientras los labios de Pedro
devoraban su cuello. Estaban de pie
junto a la cama, ella desnuda salvo por
sus braguitas y Pedro ataviado tan solo
con aquellos boxers que tan bien le
sentaban.
Paula se estremeció mientras las
palmas de sus manos subían y bajaban
por el torso de él. Su cuerpo era tan
perfecto que no sabía qué parte quería
tocar primero, qué parte quería
saborear. No, quería acariciar y besar
todo su cuerpo, eso era lo que quería, lo
que necesitaba.
—Voy a hacerte el amor, Paula —
murmuró él, recorriendo su cuerpo con
las manos y dejando una sensación
cálida en toda su piel—, y lo haré con
mis manos...
Dios..., le encantaban sus caricias.
—... con mi boca... —los labios de
Pedro se cerraron sobre el sensible
hueco en su clavícula y succionó con
sensualidad, haciéndola gemir—, con mi
cuerpo...
La empujó suavemente para tumbarla
en la cama, y se colocó sobre ella.
Luego se inclinó y trazó un ardiente
reguero de besos desde su cuello hasta
el pecho.
—Eres tan hermosa, Paula... —
murmuró.
Rozó con sus labios un pezón, dibujó
un círculo en torno a él con la lengua y
lo lamió lentamente antes de seguir
descendiendo por su cuerpo.
Pasó por las costillas, alrededor del
pequeño y delicado ombligo, acarició
con la punta de la lengua la línea de piel
sobre la costura de sus braguitas...
Las manos de Pedro descendieron
por sus caderas, los muslos, las
rodillas... La tocaba de un modo casi
reverencial, como si no quisiera dejarse
ni un solo milímetro.
Le abrió las piernas y se agachó para
imprimir pequeños besos en el triángulo
de seda y encaje de sus braguitas,
tentándola con su cálido aliento.
—Oh, Pedro... —gimió cuando él le
dio un firme lengüetazo.
Él frotó sus labios contra la mancha
húmeda que había dejado en las
braguitas y Paula sintió una punzada de
deseo en el vientre.
—Te necesito... —murmuró
enredando los dedos en su cabello.
Pedro enganchó los pulgares en las
braguitas y se las bajó lentamente para
luego arrojarlas a un lado. Con un brillo
decidido en sus ojos, oscuros de deseo,
la miró y le dijo con una sonrisa lobuna:
—Voy a darme un festín contigo; voy
a lamerte despacio, saboreándote...
Paula se sonrojó, y cuando él bajó la
cabeza y deslizó la lengua por entre sus
pliegues jadeó su nombre.Pedro
continuó lamiéndola, y Paula hincaba
las uñas en sus hombros, en el colchón,
volvía a enredar los dedos en su pelo...
Nunca había experimentado unas
sensaciones tan deliciosas.
Pedro estaba siendo extremadamente
meticuloso, dibujando arabescos con la
punta de la lengua y luego deslizando la
lengua entera con lentas y firmes
pasadas. Al mismo tiempo también la
estaba tocando, trazando círculos con el
pulgar para luego introducírselo
mientras con la lengua le estimulaba el
clítoris.
—¡Oh, Pedro! —volvió a gemir
ella, levantando las caderas.
El placer iba en aumento, su
respiración se había tornado jadeante y
estaba casi a punto de... Se mordió el
labio inferior para no gritar y sus manos
se aferraron a la colcha debajo de ella.
—Déjate ir, Paula. Quiero oírte.
Pedro volvió a inclinar la cabeza
para lamer el clítoris, y Paula ya no
pudo seguir conteniéndose. Gemidos de
deseo y desesperación escaparon de sus
labios.
La tensión que había estado
acumulándose dentro de ella alcanzó
lugares donde jamás habría creído
posible que el placer pudiera llegar,
lugares que ella misma ni siquiera había
sabido hasta ese momento que existían.
Sacudió la cabeza de un lado a otro,
balbuciendo súplicas incoherentes, y
cuando Pedro succionó suavemente su
clítoris fue como si tras sus párpados
cerrados estallaran fuegos artificiales.
Su mente se quedó en blanco con la
fuerza de aquel orgasmo, y su cuerpo se
convulsionó.Jamás había experimentado una
satisfacción semejante. Y, aun así, no era
suficiente.
Su cuerpo seguía deseando a Pedro, pedía más.
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