jueves, 6 de febrero de 2014

CAPITULO 43


Paula irguió los hombros.
—No puedo ser la esposa que
quieres.
Demasiado tarde.
—Ya lo eres.
—Entonces quizá no sea yo el
problema; quizá el problema seas tú.
Quizá no seas el marido que quiero.
Pedro soltó su brazo y dejó caer la
mano, repentinamente desarmado de los
argumentos que había estado dispuesto a
lanzarle.
Eran perfectos el uno para el otro,
eran el matrimonio perfecto... El
problema era esa condenada emoción
que lo enturbiaba todo. Lo que
necesitaban era tomar un poco de
distancia, recobrar la perspectiva.
—No dejes que un arrebato dicte tus
actos, Paula. Necesitas un poco de
espacio. ¿Sabes qué vamos a hacer?
Meteré una muda de ropa y unas cuantas
cosas en una bolsa de viaje y me iré a la
oficina. Esta noche de todos modos
tengo esa reunión, así que me quedaré a
dormir en mi despacho y tú estarás a
solas para poder pensar. Y mañana
hablaremos.
Paula se quedó callada, la
desolación palpable en sus ojos, pero
finalmente asintió.
Un hombre capaz de dar y retirar tu
afecto con la facilidad con que se
acciona un interruptor... Un hombre
capaz de alejarse sin mirar atrás... Un
hombre capaz de dejar a una mujer, y
después de solo unos días casarse con
otra.
Era justo la clase de hombre que se
había jurado que evitaría como la peste,
se dijo Paula. Era como si su
subconsciente estuviese programado
para buscar precisamente a un hombre
así y por eso se había casado con él a
las pocas horas de conocerlo.
Todos los signos habían estado ahí,
pero los había ignorado. Signos por
todas partes, carteles enormes de
advertencia con las letras en rojo.
Acudió a su mente el recuerdo de la
primera cena con Eloisa y su marido,
ese momento incómodo en que el
silencio de ella prácticamente le había
gritado que había algo más, algo que no
sabía. Sin embargo, en vez de escuchar a
su instinto, había desechado esa
preocupación.
Y lo había hecho porque no quería
comportarse como una paranoica. ¡Ja!
Lo que no había querido era enfrentarse
a la verdad.
Irritada consigo misma, cerró la caja
de cartón que había estado llenando de
cosas, y aseguró las solapas con un trozo
de cinta adhesiva. Luego, con un
rotulador, escribió en la parte de arriba
de la caja la dirección de su
apartamento en Denver.
Puso la caja encima de otras dos y
paseó la vista a su alrededor, mirando la
casa que había creído que era su hogar.
Se había pasado la noche desmenuzando
en su mente la vida que había
comenzado a construir allí, dividiendo
sus pertenencias en dos categorías: su
vida, y su vida con Pedro.
Solo se quedaría con las que
pertenecían a la primera. Y de esas solo
podría meter unas pocas en la maleta;
iba a tomar un vuelo en un par de horas,
se volvía a Denver. En cuanto al resto...
llamaría a Pedro cuando ya estuviese
allí para que se las mandase.
Aunque en ese momento no quería
volver a saber de él ni a hablar con él,
sabía que no podía marcharse y borrarlo
de su vida de un plumazo. Al fin y al
cabo estaban casados, y era un
matrimonio legal. Tendrían que hablar,
arreglar los papeles del divorcio. Pero
no sería allí, ni ese día.
Sintió una punzada de culpabilidad al
pensar que cuando Pedro volviese se
encontraría con que se había marchado.
Se pondría furioso. Se sentiría
traicionado. Sin embargo, Pedro sabía
demasiado bien cómo manipularla, y por
eso iba a marcharse antes de que
volviera, para no darle la oportunidad
de hacerla cambiar de opinión.

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