sábado, 8 de febrero de 2014

CAPITULO 50



Pedro frunció el ceño.
—¿No tenías siquiera puesta la
cadena de seguridad? —le dijo en un
tono airado y posesivo—. Primero una
señora mayor que bajaba me ha abierto
la puerta y me ha dejado entrar sin
preguntarme quién era. Y ahora tú vas y
me abres sin cerciorarte siquiera de que
era yo. Paula, sé que este es un buen
barrio pero... ¡por amor de Dios!
Ella sacudió la cabeza, demasiado
aturdida para pensar en nada que no
fuera el hecho de que Pedro estaba allí.
Había vuelto. Otra vez.
Irritado consigo mismo, Pedro se
pasó una mano por el cabello. Sabía que
se estaba comportando como un imbécil,
pero no podía evitarlo.
—¿Qué estás haciendo aquí? —
inquirió ella en un hilo de voz.
Pedro abrió la boca para contestar,
pero de repente no podía articular
palabra, no podía apartar la vista de
Paula, de sus hermosos ojos, de su
dulce boca. Esa boca que hacía tanto
tiempo que no veía sonreír. Demasiado.
Parecía más delgada, y no le gustaban
las ojeras que tenía, pero jamás había
visto nada tan bello como le pareció
Paula en ese momento.
Se aclaró la garganta y bajó la vista a
la mano que ella tenía sobre su
abdomen, como en ademán defensivo.
—¿Por qué he esperado tanto? —se
preguntó en voz alta, consciente de la
futilidad de aquella pregunta.
Paula parpadeó. En sus ojos había
confusión, dolor... y también
determinación.
Pedro, tienes que poner fin a esto.
¿Por qué lo haces, por qué me llamas y
te presentas aquí sin avisar? Me... —
tragó saliva, y pareció que aquello le
costara un esfuerzo monumental—. Me
estás haciendo daño.
Pedro se sintió fatal, sobre todo
porque sabía que era la verdad. Si no
hubiera sido tan estúpido, si se hubiese
dado cuenta antes... No les habría hecho
pasar a ninguno de los dos por todo ese
dolor.
—Lo siento.
—Si lo sientes, márchate —murmuró
ella. Una lágrima rodó por su mejilla, y
el corazón de Pedro se retorció de
dolor—. Por favor, Pedro. No puedo
ser la clase de esposa que quieres que
sea. Nunca podré serlo.Déjame
marchar.
—No —Pedro sacudió la cabeza
con solemnidad—. Lo he intentado, pero
no puedo.
—Pues tienes que hacerlo.
—¡Nunca te dejaré marchar!
Las palabras habían escapado de su
garganta antes de que pudiera pensar
siquiera en refrenarlas.
Paula se quedó mirándolo aturdida, y
cuando la vio parpadear, el primer signo
de que estaba saliendo de ese estado
momentáneo de estupor, a Pedro le
entró pánico.
No había dicho suficiente, no se había
explicado, y no podía arriesgarse a que
ella respondiera antes de que le dijera
todo lo que necesitaba que supiera.
Por eso, recurrió al truco más bajo
que tenía en su arsenal. Aquello era
demasiado importante para él, Paula
era demasiado importante para él como
para arriesgarlo todo solo por seguir las
reglas del juego.
Por primera vez en su vida no maldijo
a su padre por los genes que formaban el
lado oscuro de su carácter. Dio un paso
adelante y le pasó una mano a Paula
por la nuca antes de tomar sus labios
con un beso primero tierno y luego
apasionado, con el que intentó
transmitirle todo lo que sentía: lo mucho
que la había echado de menos, cuánto la
deseaba, el poder que ejercía sobre él...
Cuando despegó sus labios de los de
ella,Paula, cuyas manos se habían
aferrado a su camisa, lo miró aún más
confundida, pero Pedro no le dio
tiempo a reaccionar, sino que prosiguió
con su asalto, esa vez expresándole con
palabras lo que había descubierto.
—Paula, yo no quería enamorarme
—le confesó—. Vi lo que le hizo a mi
madre y yo no quería sufrir de ese modo
ni hacer sufrir a una mujer lo que sufrió
ella. Es una emoción que he evitado
durante toda mi vida adulta,
manteniéndome siempre distante y
poniendo barreras cada vez que iniciaba
una relación. Cuando te conocí, todo
cambió. En el transcurso de unas horas
me había casado contigo y las reglas por
las que se había regido mi vida hasta
entonces se habían convertido en cosa
del pasado. Me juré por activa y por
pasiva que tendríamos un matrimonio
que se basara en la sensatez y no en los
sentimentalismos, en el que nadie
resultara herido, pero ni siquiera podía
mantener el control sobre mí. Contigo no
me conformaba con algo a medias, y me
buscaba todas las excusas posibles, pero
era incapaz de admitir lo que realmente
estaba ocurriendo.
Pedro... —murmuró ella.
—Te dije que no quería que fuéramos
amigos, pero no es verdad. Quiero ser tu
amigo, tu amante, tu esposo, y el padre
de tus hijos —hizo una pausa y tragó
saliva—. Sé que vas a decirme que ya
es tarde, Paula, pero no lo es.
Hincó una rodilla en el suelo y, bajo
la atenta mirada de Paula, que estaba
observándolo con los ojos como platos,
sacó el anillo del bolsillo de la chaqueta
y lo levantó.
—Querré a este bebé como si fuera
mío —dijo poniendo la mano libre en el
vientre de Paula. Y nunca tendré un
solo momento de duda porque prometo
quererlo tanto como te quiero a ti.
Paula aspiró hacia dentro al oír
aquella confesión.
—Sé que no recuerdas la primera vez
que te propuse matrimonio, pero tengo la
esperanza de que esta no la olvidarás.
Paula, te quiero y, si aceptas mi
proposición, me gustaría darte una vida
entera de lo que me has demostrado que
es lo más importante: risas, amor,
charlar hasta bien entrada la noche...
Quiero que seas mi esposa, y que lo seas
de verdad, porque te quiero, durante los
años de vida que Dios quiera darnos.
Con el corazón martilleándole en el
pecho y el aliento contenido, Pedro
aguardó su respuesta.











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