miércoles, 29 de enero de 2014
CAPITULO 20
—No lo sé —murmuró él apartando
un poco sus caderas de las de ella—.
¿Funcionaría?
Sí, ya lo creía que funcionaría.
—Por supuesto que no —mintió
Paula.
Pedro bajó la mirada a sus labios.
—Pues es una lástima.
Paula exhaló un suspiro tembloroso.
—Mira, Pedro, esto no me deja
pensar con claridad y...
—Lo comprendo —la interrumpió él
—; dame los tres meses que te pido y así
podrás pensarlo tranquilamente.
Sin embargo, antes de que pudiera
plantearse darle siquiera tres minutos, la
boca de Pedro volvió a asaltar la suya
con un profundo y sensual beso con
lengua, tentándola de nuevo a dejar a un
lado sus recelos y claudicar.
Jadeante y con el corazón latiéndole
como un loco, sacudió la cabeza, y
empujo suavemente a Pedro para
apartarlo. No podía claudicar.
—Paula... —murmuró él, con los
ojos nublados por el deseo.
Esa mirada... Paula tragó saliva y
dio un paso atrás, y luego otro.
Necesitaba alejarse de él, necesitaba
espacio para respirar, para pensar.
—Vamos, nena, no huyas; sentémonos
en el sofá y hablemos.
Paula giró la cabeza hacia el sofá, y
en un abrir y cerrar de ojos se encontró
imaginándose las escenas más tórridas
con ellos dos de protagonistas.
Últimamente había estado leyendo
demasiadas novelas románticas.
—Mantendré las manos quietas —le
aseguró Pedro.
Paula lo miró, allí de pie, con la
camisa medio desabrochada, y al
entrever su torso desnudo, con esos
músculos tan bien definidos y sus
pezones, nuevas fantasías volvieron a
asaltarla y se le hizo la boca agua.
—Ya, seguro que sí.
Y, aunque mantuviera las manos
quietas, tal vez no fuera eso lo que más
la preocupaba.
—¿No me crees? Si te quedas más
tranquila siempre puedes atarme las
manos —Pedro se quitó la corbata, que
colgaba desaflojada de su cuello, y se la
tendió con una sonrisa lobuna—. A
menos que prefieras...
—¡Ni lo menciones!
No, decididamente no eran sus manos
lo que la preocupaban. Y con los
pensamientos lujuriosos que estaban
cruzando por su mente no estaba segura
de poder volver a sentarse en un sofá, y
mucho menos en ese.
Se dio la vuelta y obligó a sus pies a
moverse en dirección al dormitorio.
Entró en el cuarto de baño, se desnudó,
se metió en la ducha y giró el mando
hacia el lado del agua fría con la
esperanza de que eso disipase todas
aquellas fantasías sexuales.
Cuando el agua helada se le clavó en
la piel, como un millar de agujas, soltó
un chillido, pero tuvo el efecto deseado
y recobró la cordura. ¡Por Dios!, había
estado a punto de acceder a... Habría
accedido a cualquier cosa. A seguir
casada con él, a irse a vivir a otro
estado... Sin embargo, aun con aquella
manta de agua fría cayendo sobre ella,
no podía pensar en otra cosa más que en
los increíbles besos de Pedro, que
prácticamente la habían consumido.
Un gemido involuntario escapó de sus
labios, y levantó el rostro hacia la
alcachofa de la ducha, obligándose a
poner su mente en blanco.
—¡Dios, Paula, no sabes cómo me
gusta cuando haces esos ruidos...!
¡El pestillo!, pensó Paula abriendo
los ojos de golpe y dando un respingo.
Ni siquiera se le había ocurrido echarlo.
Se giró al tiempo que se enjugaba el
agua del rostro con las manos, y a través
del cristal transparente de la mampara
vio a Pedro apoyado en la pared, con
esa media sonrisa impertinente en sus
labios.
—¿Qué estás haciendo ahí dentro,
cariño?
—Intentando aclarar mis
pensamientos.
Pedro enarcó una ceja y se apartó de
la pared, recorriendo su cuerpo desnudo
con una mirada depredadora.
No había ningún sitio donde
esconderse y el cristal transparente de la
mampara no la tapaba nada, pero
extrañamente Paula no se sentía
azorada. De hecho, casi diría que se
sentía cómoda; nunca se había sentido
así con ningún otro hombre.
—Umm... Quizá a mí tampoco me
vendría mal una ducha para despejarme.
Entonces fue Paula la que sonrió
traviesa para sí. Desde luego, necesitaba
que le enfriasen los ánimos.
—¿Tú crees?
Pedro ya estaba acabando de
desabrocharse la camisa. Se la quitó,
arrojándola a un lado, y le siguieron los
pantalones y los calcetines. Paula se
quedó mirándolo boquiabierta al darse
cuenta de que iba en serio.
Luego Pedro enganchó los pulgares
en sus boxers negros, que apenas podían
ocultar su erección, y se los quitó
también, quedándose completamente
desnudo. Su cuerpo era tan hermoso que
las fantasías de Paula ni siquiera le
hacían justicia.
Antes de que pudiera reaccionar
estaba avanzando hacia ella, y cuando
abrió la puerta de la mampara para
entrar había tal fuego en sus ojos que
Paula sintió que ardía por dentro a
pesar del agua fría. Dio un paso atrás.
Pedro dio un paso hacia ella y...
—¿Qué diablos...? —aulló dando un
paso atrás en cuanto el agua tocó su
cuerpo.
Paula se echó a reír.
—¡Lo has hecho a propósito! —la
acusó él, que se había refugiado del frío
chorro en una esquina de la ducha.
—Dijiste que querías despejarte —le
espetó ella.
Un cosquilleo la recorrió cuando los
ojos de Pedro se posaron en sus senos
antes de ir más abajo. Los dos estaban
desnudos, cada uno en un extremo de la
espaciosa ducha. Cuando Pedro intentó
agarrarla, ella lo esquivó y salió de la
ducha riéndose.
Oyó un gruñido detrás de ella
mientras tomaba el albornoz que había
dejado sobre el lavabo. Se lo puso y
anudó el cinturón. Cuando se dio la
vuelta y vio a Pedro estirándose en la
ducha, con el agua resbalándole por
todo el cuerpo, no pudo evitar quedarse
mirándolo hipnotizada.
—Si te soy sincero —le confesó él de
repente—, esto no está funcionando.
—Es justo lo que yo estaba pensando
—murmuró ella, incapaz de apartar los
ojos de él.
Pedro se pasó una mano por el
rostro.
—Paula, estoy haciendo un esfuerzo
por quedarme donde estoy, pero si no
sales ahora mismo por esa puerta me
temo que voy a salir de aquí y te voy a
hacer el amor contra la pared.
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