viernes, 7 de febrero de 2014

CAPITULO 47




Paula guardó los archivos con los que
estaba trabajando y se quedó mirando la
pantalla del ordenador. Iba a cumplir de
sobra la fecha de finalización del
proyecto. En los últimos días apenas
había podido dormir más de unas horas,
y cada noche se había levantado y se
había puesto a trabajar.
Constantemente la asaltaban los
recuerdos. Pedro dándole los buenos
días, llegando a casa por la tarde y
cobrándose su beso de bienvenida...
Algunos días se dejaba llevar por
esos recuerdos, por el placer agridulce
que le producían. Otros, como ese día,
luchaba contra ellos, para acallar el
dolor por la pérdida de lo que había
perdido.
La pantalla se tornó borrosa. Más
lágrimas. ¿Cuándo dejaría de llorar a la
más mínima? El dolor de su corazón le
decía que tal vez nunca.
El timbre del teléfono la sobresaltó.
Se secó las lágrimas con el dorso de la
mano y lo descolgó.
—Paula Chaves —contestó.
Todavía le costaba no decir su
apellido de casada.
Hubo un silencio al otro lado de la
línea y luego...
—¿Chaves? Ya sé que hace unos días
de la última vez que hablamos, pero
pensaba que mis abogados me lo
notificarían cuando se hubiese aprobado
el divorcio.
Pedro... ¿Cómo podía el corazón de
una persona dar un vuelco y un salto de
alegría al mismo tiempo?
—Puede que aún no sea oficial, pero
lo será.
—Sí, lo sé —Pedro se aclaró la
garganta—. He estado lidiando con el
trabajo, pero quería haberte llamado
antes para saber si todas tus cosas
habían llegado bien. ¿Estaba todo?, ¿no
faltaba nada?
Era un motivo razonable para aquella
llamada. Paula sabía que Pedro se
tomaba sus responsabilidades y
compromisos muy en serio. Eso era
todo; no había más. Inspiró para intentar
calmarse y respondió:
—Sí, todo llegó bien; gracias otra vez
por tu ayuda.
—Me alegra oírlo. Bueno, si ves que
falta algo, házmelo saber.
—Creo que no falta nada.
—Estupendo. Bueno, y ahora que ya
vuelves a estar instalada, ¿cuáles son tus
planes?
Paula se quedó mirando el teléfono
un momento. ¿Cómo podía estar
preguntándole eso?
—Pedro, ya sabes cuáles son mi
planes. A pesar de todo lo que ha
pasado, nada ha cambiado —le dijo.
Nada, excepto que su corazón se había
roto en mil pedazos, y cada vez que oía
la voz de Pedro, tan casual y
despreocupada, volvía a romperse en
otros mil—. Yo... esto tiene que acabar,
Pedro. Creo que será mejor que a
partir de ahora te pongas en contacto con
mi abogado si quieres preguntarme algo.

«Ya sabes cuáles son mi planes»...
Aquellas palabras martilleaban en el
cerebro de Pedro como una
taladradora horas después de que Paula
colgara el teléfono.
Desde el principio había sabido que
Paula tenía planes para su futuro: ser
madre soltera mediante la inseminación
artificial, formar una familia sin las
complicaciones de un matrimonio.
«Nada ha cambiado»... Sí, nada había
cambiado, salvo que a él se le revolvía
el estómago de imaginarse a Paula
embarazada de otro hombre, aunque
fuera  de un donante anónimo de
esperma. La sola idea lo ponía furioso.
¿Y qué pasaría con los nueve meses
que tendría por delante después de eso?
Por lo que le había dicho, la relación
que tenía con su madre no era
especialmente buena. ¿Quién estaría a su
lado para ayudarla en los momentos
difíciles, cuando se encontrase mal, o
estuviese asustada?
Su propia madre nunca le había
hablado demasiado de lo que había sido
para ella criarlo sola. No había querido
que se sintiera como una carga. Sin
embargo, recordaba una noche en que la
había oído llorando mientras discutía
con su padre, preguntándole si tenía idea
de lo que había sido para ella
despertarse una noche y encontrarse con
que se había puesto de parto y estaba
completamente sola.
Había tenido que tomar un taxi para ir
al hospital, y había pasado horas
esperando al hombre que tantas veces se
había deshecho en promesas. Al final,
no había ido; había dejado que diese a
luz a su hijo sola y asustada, mientras él
celebraba una fiesta de Navidad con su
esposa.
Paula ni siquiera tendría la
esperanza de que alguien fuera al
hospital cuando se pusiera de parto.
¿Por qué demonios no podía entrar en
razón y dejar que estuviese a su lado?
Se levantó del sofá, fue hasta el
mueble bar y se sirvió un vaso de
whisky. Se lo bebió de un trago con la
esperanza de que el fuego del alcohol
acallara el dolor en su pecho, pero no le
sirvió de nada, así que se sirvió otro,
diciéndose que, si no mataba el dolor, al
menos tal vez haría callar ese martilleo
constante en su cabeza.

CAPITULO 46



Pedro dejó libre a Paula y se
preguntó qué estaba haciendo allí. Se
suponía que había decidido que iba a
dejarla marchar.
Cuando había vuelto a casa y se había
encontrado con que se había ido, se
había pasado todo el maldito día
intentando aplacar su ira para llamarla y
asegurarse de que había llegado a
Denver y que estaba bien. Para llamarla
sin intentar convencerla de que volviese
con él.
Y lo había hecho. Antes había
llamado a la empresa de mudanzas para
organizar el envío del resto de sus
cosas, y al colgar al final de su
conversación con Paula se había dado
una palmadita en la espalda por haber
hecho lo correcto.
Luego se había ido a la cama y había
estado mirando al techo incapaz de
dormirse, hasta que al final se había
dado por vencido y se había ido a la
oficina, donde había pasado las
siguientes dieciocho horas.
Al día siguiente, cuando llegaron los
de las mudanzas, había supervisado que
subieran con cuidado todo al camión y
no se dejaran nada. Había pensado que
cuando todo estuviese fuera de la casa,
cuando hubiese desaparecido el
constante recordatorio de lo que había
perdido, podría relajarse, que ya no
sentiría esa opresión en el pecho.
Le había preguntado a los tipos de las
mudanzas cuánto tardarían en llegarle a
Paula las cosas, qué precauciones
tomaban para asegurarse de que todo
llegara en buen estado, y cuando se
había dado cuenta de que no se quedaría
tranquilo por más que intentase
cerciorarse de cada detalle, había
decidido tomar un vuelo y reunirse con
ellos en Denver. Solo para ver que todas
las cajas llegaban sanas y salvas al
apartamento de Paula. No lo movía
ninguna motivación.
Sí, no iba a negar que había estado
fantaseando con volver a tenerla debajo
de él, gimiendo su nombre. ¿Pero tenía
alguna intención de hacer realidad esas
fantasías? No, por supuesto que no.
O al menos así de claro lo había
tenido hasta que la atrajo hacia sí para
que dejara paso a los hombres de las
mudanzas y ella había girado la cabeza
para mirarlo a los ojos y pedirle que la
soltara. Esos ojos tan seductores, tan...
Bueno, aun así no iba a hacer nada.
De hecho, la ira en esos mismos ojos le
decía a las claras que ella no quería
nada con él.
Estaba esa otra emoción, muy distinta,
entremezclada con la ira, y tampoco
podía negar que lo halagaba saber que
se había enamorado de él, pero no
quería una relación con esa clase de
responsabilidad. Quería que Paula lo
deseara, pero no que lo necesitara. No
quería que fuera tan vulnerable a él, que
intentara dejarlo una y otra vez como le
había pasado a su madre con su padre, y
fracasar cada vez. No, se había
asegurado de que estaba bien, y
regresaría a San Diego sin mirar atrás.
En cuanto la última caja estuvo dentro
del apartamento, firmó los papeles de
entrega a los tipos de la mudanza, les
dio una propina y cerró la puerta.
El apartamento de Paula le pareció
más pequeño de lo que lo recordaba.
Claro que en ese momento había cajas
apiladas en cada habitación.
De pronto se preguntó si echaría de
menos no ver más en su casa las cosas
que contenían. Paula estaba abriendo
una caja de la que sacó una lámpara, y él
se quedó observándola pensativo
mientras la colocaba en el lugar que
antes había ocupado: una mesita
pequeña junto a una mecedora.
Paula enchufó el cable y dio un paso
atrás para mirar la lámpara con una
expresión inescrutable en su rostro.
Pedro no habría sabido decir si se
alegraba o no de volver a ver la lámpara
en su sitio.
Se volvió hacia él, y Pedro sabía
exactamente qué venía a continuación:
iba a despedirse de él. No estaba
preparado; por eso la cortó antes de que
pudiera decir nada.
—¿Por qué habitación quieres
empezar? —le preguntó forzando una
sonrisa y metiéndose las manos en los
bolsillos de los vaqueros para que no
viera sus puños apretados.
—Pedro, te agradezco que me hayas
enviado mis cosas tan rápido, pero
puedo ocuparme del resto.
—Eh, ya que estoy aquí, déjame
ayudar —respondió él—. Llamaré a mi
secretaria para decirle que voy a estar
fuera un día o dos y...
—¿Qué? —exclamó ella, mirándolo
boquiabierta.
—Esta noche podemos pedir una
pizza, abrir una botella de vino y ver una
película —le dijo Pedro. Sí, algo
casual para no intimidarla, para que no
se sintiera presionada.
—¿Una pizza? ¿Te has vuelto loco o
es que estás siendo cruel a sabiendas?
—le espetó ella furiosa.
—Solo intento ayudar. Quiero...
—¡No se trata de lo que tú quieres,
Pedro! ¿Cómo puede ser que no lo
entiendas? ¡No quiero ser tu amiga!
De repente Pedro ya no era dueño de
sus actos. Se plantó justo delante de
ella, la agarró por los brazos y le gritó
también:
—¡Yo no quiero que seamos amigos,
maldita sea!
Paula parpadeó, tan sorprendida por
su reacción como él.
—¿Y qué es lo que quieres? —le
preguntó en un tono quedo.
Pasaron unos segundos antes de que
finalmente Pedro soltara el aliento que
había estado conteniendo.
—Te quiero a mi lado. Quiero lo que
se suponía que íbamos a tener. Quiero a
mi esposa, a la compañera que encontré
en Las Vegas. Quiero que reconozcas
que puedo darte una vida mejor de la
que tendrás sola.
—No funcionaría.
—¿Por qué no? —inquirió él
soltándola.
—Porque... —Paula arrojó las
manos al aire con impotencia. En sus
ojos había tanto dolor que Pedro supo
lo que iba a decirle a continuación antes
de que lo dijera—. Porque te quiero,
Pedro.
No era una sorpresa después de lo
que le había dicho antes de marcharse, o
al menos no debería haberlo sido. Lo
había intuido por la mirada en sus ojos
esa noche en que le había dicho que no
usaran preservativo, en un millón de
pequeñas cosas. Sin embargo, oír las
palabras de sus labios... fue como si le
hubiesen pegado un puñetazo en el plexo
solar, dejándolo sin aliento,
completamente aturdido.
Paula fue hasta la puerta y la abrió.
Luego, sin levantar la vista del suelo, le
pidió:
—Márchate, por favor.

jueves, 6 de febrero de 2014

AVISO: NOVELA NUEVA

NOVELA ADAPTADA: CURA MI DOLOR


Pedro Alfonso es un hombre rico, sexy y protector. Dirige su propia compañía de seguridad privada y está inmerso en la organización de los Juegos Olímpicos 2012.

Paula Chaves es una chica americana con un pasado que la aterroriza y por el que recibe tratamiento psicológico. Vive en Londres, donde intenta empezar de nuevo mientras compagina sus estudios de arte con su trabajo como modelo. 

Ambos se encuentran de manera fortuita en una exposición de fotografía en la que ella participa. Entre los dos surge de inmediato una atracción magnética que los acerca de forma peligrosa.

                   *          *          *          *         *          *          *          

Pedro Alfonso tiene un serio problema. Acaba de romper la confianza de Paula y ella lo ha dejado. Sin embargo, no está dispuesto a darse por vencido, no va a rendirse; hará todo lo que pueda para recuperar a su preciosa chica americana. La pasión entre ellos es abrasadora pero los secretos que se esconden el uno al otro son muy dolorosos y lo suficientemente serios como para acabar con la posibilidad de una vida juntos. 
Pero en esta relación se esconden secretos. Secretos que oprimen el alma y que dejan profundas cicatrices. 

Además, debido a las amenazas políticas que ahora caen sobre Paula, Pedro tiene poco tiempo para reaccionar y ha de reunir toda su fuerza y habilidad para protegerla de los peligros que pueden apartarla de su lado para siempre.

 Esta es la historia de un hombre enamorado que hará cualquier cosa para poseer el corazón de la mujer que ama. Y que llegará hasta donde sea para protegerla. Todo o nada. 

                  *          *          *          *         *          *          *          

Una pérdida, devastadora y terrible, sumada a la posibilidad de un nuevo futuro les abre los ojos y les hace ver lo que es realmente importante pero ¿podrá esta pareja de enamorados seguir adelante y dejar atrás las dolorosas historias que los persiguen?

Un acosador sigue merodeando entre las sombras, tramando una conspiración aprovechando el ajetreo y la distracción de los Juegos Olímpicos de Londres 2012. Paula y Pedro están a punto de perderlo todo a medida que aumenta la situación de peligro.

¿Se verán superados por las circunstancias o lucharán con las escasas fuerzas que les quedan para salvarse el uno al otro y ganar el mejor premio del mundo: una vida juntos.


"la novela mezcla romanticismo y erotismo y todo ha sido gracias a la trilogía de Cincuenta sombras, creada por la escritora británica E.L. James."

AVISENME SI QUIEREN QUE LES PASE LA NOVELA 
EL SABADO SUBO LOS PRIMEROS CAPITULOS


CAPITULO 45



A Paula la llamada de teléfono a
Pedro dos noches atrás le había
resultado terriblemente incómoda. Había
sabido que tendrían que hablar en algún
momento, decir las cosas que su
ausencia ya había anunciado, resolver la
cuestión del envío de las cajas que había
dejado en su casa y tratar el asunto del
divorcio.
Y lo habían hecho, pero no se había
esperado que la llamada fuese a ir como
había ido: tan relajada, tan educada.
También le había chocado el tono casual
de Pedro. «¿Ya tienes abogado? Si aún
no lo tienes, podría ayudarte a encontrar
uno». «He hablado con una compañía de
mudanzas por lo de tus cajas. Me han
dicho que lo más pronto que podrían
llevártelas sería el viernes; ¿te va
bien?». El oírle decir esas cosas la
había descolocado.
Casi la había destrozado marcharse,
pero el dolor de darse cuenta de lo poco
que le había afectado su marcha era aún
peor. Solamente había pasado un día... y
era como si le diese exactamente igual
que se hubiese ido.
La noche anterior a su marcha se
había mostrado dispuesto a hablar, a
intentar solucionar las cosas, pero de
pronto parecía como si después de su
marcha se hubiese encogido de hombros
y hubiese decidido seguir con su vida.
A pesar de lo espantoso que había
sido para ella que volvieran a romperle
el corazón, ese dolor había sido justo lo
que necesitaba para disipar las dudas
que tenía respecto a someterse a una
inseminación artificial y su decisión de
no volver a embarcarse en una relación
de pareja. Ya no volvería a dudar nunca
más. Solo por eso, aquella llamada, a
pesar de haber sido muy incómoda,
había merecido la pena, se había dicho,
tratando de consolarse.
O eso había pensado hasta hacía
sesenta segundos, cuando bajó al portal
a abrir, esperando encontrar a la gente
de las mudanzas, y se había encontrado
con Pedro, dirigiéndole esa sonrisa
que era casi una afrenta.
—Eh, preciosa, ¿tienes algo alguna
cosa con la que los chicos de las
mudanzas puedan sujetar esta puerta y no
se les cierre? —le preguntó señalando
el camión de mudanzas aparcado junto a
la acera, detrás de él—. Es bastante
pesada, y como van a tener que entrar y
salir varias veces...
—¿Qué estás haciendo aquí? —le
espetó ella, demasiado aturdida como
para suavizar su tono.
Pedro se encogió de hombros.
—No sabía si tendrías a alguien que
pudiera echarte una mano, y se me
ocurrió venir a ofrecerme.
Paula apretó la mandíbula. Una
mezcla de emociones encontradas
amenazó con hacer que se le saltaran las
lágrimas.
—Pedro, no deberías haber venido.
Me marché porque...
—Todavía soy tu marido —dijo él sin
perder la sonrisa. Giró la cabeza un
momento para mirar a los tipos de las
mudanzas, que ya estaban descargando
las cajas del camión—. Cuando nos
casamos prometí cuidarte, así que, si
puedo ayudarte en algo mientras aún
seamos marido y mujer, lo haré.
Paula quería replicar, decirle lo
furiosa que estaba de que se hubiera
presentado allí sin avisar, y más
teniendo en cuenta que se había ido de
madrugada para evitar tener que volver
a verlo otra vez, pero Pedro no era
tonto. Estaba segura de que sabía que
iba a molestarla yendo allí, y aun así lo
había hecho porque siempre tenía que
hacer lo que le venía en gana.
—En fin, el caso es que aquí estoy —
dijo Pedro entrando en el portal. Se
puso justo detrás de ella, y levantó un
brazo por encima de su cabeza para
sujetar con la mano la puerta que ella ya
estaba sosteniendo—. Y ya que he
venido, voy a ayudar.
Paula sabía que debería ignorar el
olor de su colonia, pero no pudo
resistirse a inspirar y llenarse los
pulmones con ese aroma que tantos
recuerdos le traía. Recuerdos de noches
de pasión, sus cuerpos desnudos, el
placer de sus besos y sus caricias...
De pronto él le puso una mano en la
cintura, y un cosquilleo recorrió la
espalda de Paula.
—Paula —dijo Pedro atrayéndola
hacia sí.
Ella sabía que debería apartarlo.
Estar tan cerca de él era...
—Apártate, cariño, los hombres
necesitan pasar.
Paula vio que se acercaba uno de los
tipos de las mudanzas con una caja, y
comprendió que lo que estaba haciendo
Pedro era apartarla para que dejase el
paso libre.
—Gracias, señorita —dijo el hombre.
Ella asintió azorada, con las mejillas
ardiéndole. Intentó zafarse del brazo de
Pedro que le rodeaba la cintura, pero
él no se lo permitió, y no tuvo más
remedio que girar la cabeza para
mirarlo y decirle:
—¿Te importaría soltarme? Necesito
subir para abrirles la puerta del
apartamento y decirles dónde tienen que
dejar las cajas.
También necesitaba un poco de
espacio para poder respirar, pensar, y
recordarse los motivos por los que tenía
que guardar las distancias con él, añadió

para sus adentros.

CAPITULO 44





Se había ido. Las nueve de la mañana
y ya se había ido. La casa estaba en
silencio y solo se oía su respiración
jadeante. Había ido de una habitación de
la casa a otra, buscándola.
Había creído que esperaría. Había
creído que, siendo una persona sensible
y respetuosa, no se iría sin hablar con él,
sin decirle a la cara que se había
acabado.
Sin embargo, aunque era sensible y
respetuosa,Paula también era lista.
Demasiado lista como para darle la
oportunidad de convencerla de que se
quedara.
Estaba tan furioso que sentía deseos
de ponerse a tirar objetos contra la
pared, de destrozarlo todo. Con los
puños apretados salió del estudio.
Aquello no había acabado.
Paula se había marchado, sí, pero
sabía dónde había ido. Iría tras ella. La
haría entrar en razón. Haría que volviera
con él.
Emplearía el sexo para convencerla si
fuera necesario. Comenzaría con un beso
apasionado, la arrinconaría contra la
pared, porque sabía que eso la volvía
loca...
Y cuando la tuviese gimiendo y
jadeando, con las manos enredadas en su
pelo y las piernas rodeándole la cintura,
aprovecharía el momento para decirle:
«No puedes abandonarme. No te dejaré
marchar».
Era el eco de las palabras del hombre
al que más detestaba, su padre, palabras
que le había oído decirle a su madre
más de una vez. Era igual que él, pensó,
sintiendo que la sangre se le helaba en
las venas. Por mucho que se jurara que
no iba a ser como él, el ADN de ese
bastardo formaba parte del suyo.
¿Cuántas veces había intentado su
madre alejarse de él? ¿Cuántas veces
había intentado poner fin a su relación y
empezar una vida lejos de aquel hombre
que nunca la haría parte de la suya?
Recordó aquella mañana, años atrás.
La pequeña figura de su madre,
demasiado quieta, acurrucada en la
cama. Y cómo él supo, antes incluso de
alargar la mano para intentar despertarla
que...
Se preguntó si las cosas habrían sido
distintas si su padre hubiese respetado
los deseos de su madre, si la hubiese
dejado marchar. ¿Habría rehecho su
vida?, ¿habría encontrado en su interior
el deseo de seguir viviendo?
Abrió la mano derecha, que aún tenía
cerrada en un puño, y bajó la vista al
anillo de diamantes en su palma.
Era la segunda vez que Paula se lo
devolvía. La segunda vez que él había
ignorado por completo lo que ella
quería. Se pasó una mano por el cabello
y volvió a apretar el puño. Él no era
como su padre.
Se había pasado toda la vida
demostrándoselo a mismo y a
cualquiera que se atreviese a
relacionarlo con él por el apellido
Alfonso, que le había dado después de que
su madre se suicidase, después de
decidir que debía hacerse cargo de él.
El día que había cumplido los
dieciocho años había ido a ver a su
padre al trabajo. Había ido a su
despacho y le había dicho que no quería
su dinero, ni el puesto que le había
ofrecido en su empresa.
No quería nada del hombre que había
arruinado la corta vida de su madre con
su egoísmo. Una sensación de angustia
lo invadió. No quería ser como su
padre; tenía que dejar marchar a Paula.

CAPITULO 43


Paula irguió los hombros.
—No puedo ser la esposa que
quieres.
Demasiado tarde.
—Ya lo eres.
—Entonces quizá no sea yo el
problema; quizá el problema seas tú.
Quizá no seas el marido que quiero.
Pedro soltó su brazo y dejó caer la
mano, repentinamente desarmado de los
argumentos que había estado dispuesto a
lanzarle.
Eran perfectos el uno para el otro,
eran el matrimonio perfecto... El
problema era esa condenada emoción
que lo enturbiaba todo. Lo que
necesitaban era tomar un poco de
distancia, recobrar la perspectiva.
—No dejes que un arrebato dicte tus
actos, Paula. Necesitas un poco de
espacio. ¿Sabes qué vamos a hacer?
Meteré una muda de ropa y unas cuantas
cosas en una bolsa de viaje y me iré a la
oficina. Esta noche de todos modos
tengo esa reunión, así que me quedaré a
dormir en mi despacho y tú estarás a
solas para poder pensar. Y mañana
hablaremos.
Paula se quedó callada, la
desolación palpable en sus ojos, pero
finalmente asintió.
Un hombre capaz de dar y retirar tu
afecto con la facilidad con que se
acciona un interruptor... Un hombre
capaz de alejarse sin mirar atrás... Un
hombre capaz de dejar a una mujer, y
después de solo unos días casarse con
otra.
Era justo la clase de hombre que se
había jurado que evitaría como la peste,
se dijo Paula. Era como si su
subconsciente estuviese programado
para buscar precisamente a un hombre
así y por eso se había casado con él a
las pocas horas de conocerlo.
Todos los signos habían estado ahí,
pero los había ignorado. Signos por
todas partes, carteles enormes de
advertencia con las letras en rojo.
Acudió a su mente el recuerdo de la
primera cena con Eloisa y su marido,
ese momento incómodo en que el
silencio de ella prácticamente le había
gritado que había algo más, algo que no
sabía. Sin embargo, en vez de escuchar a
su instinto, había desechado esa
preocupación.
Y lo había hecho porque no quería
comportarse como una paranoica. ¡Ja!
Lo que no había querido era enfrentarse
a la verdad.
Irritada consigo misma, cerró la caja
de cartón que había estado llenando de
cosas, y aseguró las solapas con un trozo
de cinta adhesiva. Luego, con un
rotulador, escribió en la parte de arriba
de la caja la dirección de su
apartamento en Denver.
Puso la caja encima de otras dos y
paseó la vista a su alrededor, mirando la
casa que había creído que era su hogar.
Se había pasado la noche desmenuzando
en su mente la vida que había
comenzado a construir allí, dividiendo
sus pertenencias en dos categorías: su
vida, y su vida con Pedro.
Solo se quedaría con las que
pertenecían a la primera. Y de esas solo
podría meter unas pocas en la maleta;
iba a tomar un vuelo en un par de horas,
se volvía a Denver. En cuanto al resto...
llamaría a Pedro cuando ya estuviese
allí para que se las mandase.
Aunque en ese momento no quería
volver a saber de él ni a hablar con él,
sabía que no podía marcharse y borrarlo
de su vida de un plumazo. Al fin y al
cabo estaban casados, y era un
matrimonio legal. Tendrían que hablar,
arreglar los papeles del divorcio. Pero
no sería allí, ni ese día.
Sintió una punzada de culpabilidad al
pensar que cuando Pedro volviese se
encontraría con que se había marchado.
Se pondría furioso. Se sentiría
traicionado. Sin embargo, Pedro sabía
demasiado bien cómo manipularla, y por
eso iba a marcharse antes de que
volviera, para no darle la oportunidad
de hacerla cambiar de opinión.